Muchos de nosotros creemos que hablar bien, o mostrar inteligencia es usar un tipo de palabras que son poco usuales o que se vuelven usuales porque están de moda. Lo mismo pasa con la alimentación.
A cada rato sale un alimento, una hierba, un grano, una manera de cocinar que implica "a según", un cambio radical en nuestra vida. Así el té Maskan fue en su momento la única forma de sobrevivir, no había quien no lo comprara y se sintiera renovado. Por esa época era necesario llenar un frasco grande y sembrarlo con un hongo milagroso, que no sólo te curaría de los males presentes sino de los del futuro. Fue también la eclosión de la comida macrobiótica. A eso le siguió una enorme fila de panaceas que se combinaban con las anteriores o las sustituían. Recuerdo la linaza, el té verde, la semilla del aguacate rayada, los siete ajos en ayunas, el abandono absoluto de la proteína animal, el veganismo, el veganismo, pero solo con huevo o sólo con queso; y así cada quien debe tener una lista de dietas y alimentos prodigiosos que permiten vivir mucho mejor: ¡Calidad de vida pues!
En estos días la grasa animal es una de estas soluciones alimenticias: en vez de los aceites químicos que tanto mal nos hacen, el mercado y el mercadeo han convencido a un gentío que esos aceites que ellos mismos posicionan como necesarios, te matan, que es mejor comer grasa animal porque es natural. Algo así como que es mejor morir por una trombosis natural que por una trombosis causada por aceites químicos. Hacen con uno estrictamente lo que les da la gana. Ahora comer arroz es más peligroso que un mono con una hojilla, el que come espagueti no se quiere, imagínese la irresponsabilidad que significa freír unos plátanos sobre todo si no se fríen con un pedazo de tocino derretido. Los batidos de fruta, aunque no le pongas azúcar es un pasaje directo a la diabetes, los helados… ¡Perdón, ¿quién escribió esa palabra?!
Es una vaina (la vaina se puede comer con un poquito de aceite de oliva encima ¡Sin sal!) Es una vaina increíble: si no comes te mueres y si comes también. Aunque si alguien pudiera evitar ambas cosas igual se muere.
Este discurso alimenticio un poco paranoico, un poco parejero, un poco snob, se repite con el habla. En mi juventud no había discusión posible en la que no se incluyeran frases como "esto es un problema semántico", "yo respeto tu opinión, pero eso que dices está equivocado", "esto que te digo esta comprobado científicamente". Tanta ingenuidad se fue sustituyendo por el uso de palabras devenidas de la filosofía, la sociología y, a veces, de la ciencia, como aquello de "yo siento que tenemos una química especial" o "el problema es que no hay química entre nosotros"; aunque todavía se usan, cada vez suenan más falsas o impostadas.
Lo que se ha colado en estos días de grasa animal es la "epistemología", palabra que se usa hasta para dar una receta de quesillo. Algo así como que los huevos a los que se les separa la amarilla de la clara construyen la episteme que va a permitir un discurso en el que la leche condensada evolucione con una cucharadita de vainilla y se concrete el postre en un enunciado incontestable. Que en baño de maría dará cuenta de uno de nuestros dulces antihegemónicos y con una presencia ontológica que habla del carácter originario de nuestra dulcería descolonizadora.
Otra palabra que se disputa el primer lugar con la "epistemología" es "narrativa": nuestro ser, nuestro pensar y nuestro hacer son una narrativa. Podemos sustituir la palabra "narrativa" con la palabra quesillo y presentarla con la misma estructura de la receta del quesillo epistemológico. Aunque hay que decir que la palabreja nos conmina aceptar que somos puro cuento.
Es tentador afirmar que tanto academicismo lingüístico es un conglomerado de sonoras palabras vacías. Pero también pueden dar cuenta de una estrategia para irnos adaptando, no a las palabras vacías, sino el reflejo de una realidad vacía, esa que ostenta el fastuoso nombre de "Realidad virtual"