Por navidad. De Cumaná : Cuando, "El negro" Pedro Padilla, alcanzó la "maestría del toreo" en la Plaza de Madrid. (I)

Nota: Esta historia, donde realidad y ficción se mezclan, es parte de mi novela "El crimen más grande del mundo", ganadora del premio Nacional de narrativa del Ipasme 2010. La pondré, en homenaje a Cumaná, por su reciente cumpleaños, los 200 años de la Batalla de Ayacucho y la navidad, que siempre me llena de bellos recuerdos y más de mi bella tierra nativa. Dada su extensión, la colocaré en tres partes. Vamos con la primera.

El oasis del torero.

Aquella choza rodeada por un corral de ramas de cují, colocadas unas encima de otras, que se veía desde el manglar, como un oasis en medio de la sabana, tenía un interés particular para él. De lejos, se veía envuelta por el resplandor que emergía del suelo y parecía vibrar y, a veces, como disolverse en los vapores. Por momentos daba la sensación de correr detrás de la sabana, cuando ésta se metía con violencia en el caserío.

En ella nunca faltó agua; siempre había dos o tres barriles metálicos llenos, gracias a la paciencia y tenacidad del viejo Pedro quien hacía un promedio de diez viajes diarios a la pila de "Río Viejo", aquella que estaba al lado de mi casa. Iba y venía sin descansar, como un cristo, llevando dos latas de agua, de las de manteca "Los Tres Cochinitos"; cada una de éstas pendía de un mecate que, a su vez, se agarraba a los extremos de una tabla que, Pedro, colocaba a su espalda, a la altura del cuello, extendiendo los brazos a lo largo de ella para apoyarla en los hombros. La permeabilidad de la choza, cuyas paredes construidas con palmas de coco, que se introducían de un extremo a otro entre varas dispuestas en forma horizontal, dos en la parte de abajo e igual número en la parte superior, en paralelo, en ambos casos, permitía el paso de los vientos que, obstinadamente venían del norte y el polvo salitroso que ellos desprendían de la superficie de la sabana. De vez en cuando, los alisios se acercaban malolientes hasta el rancho, con olor a basura o carroña de por allá de los basureros, reino de los zamuros.

Por el agua fresca que siempre se encontraba en el rancho del medio de la sabana; por el refugio contra el calor en horas de la canícula, aumentado por el salitre del piso que rebotaba con fuerza la calentura solar y por el esfuerzo de la caminata que le traía del manglar; por la sombra que brindaba el majestuoso cují, bajo el cual se hallaba cobijado el rancho, las ramas que hacían las veces de un segundo techo, y por el placer que se experimentaba entre la gente que allí habitaba; él solía detener su caminata.

Aquel mediodía, como ya era habitual, saltó sobre la rústica cerca y cayó sobre el piso de sus alpargatas silenciosas, pero fue detectado, más por la fuerza de la costumbre, que por la agudeza del oído.

Al caer sobre aquel piso blando, diferente al del resto de la sabana que lucía compactado, María de la O, desde el lado opuesto de la cerca y de espaldas al visitante, le habló, no sin antes hacer una seña a Pedro:

­ -"Lávate la cara y las manos en el aguamanil, muchacho, para que te tomes una sopita y una "ñinguita" de café".

Mientras hablaba, la vieja se levantó de la silla, de madera rústica y de piel de chivo, con una calvicie pronunciada.

Al mismo tiempo que la O hablaba y se dirigía al interior del rancho a hacer los preparativos para cumplir con el ofrecimiento, él se acercó a Pedro, "el torero"; le dio unos ligeros golpes en la espalda y se sentó a su lado, en la silla desocupada por la vieja negra.

-"Pedro", - dijo con tristeza e hizo una pausa larga como si estuviese midiendo con precisión lo que quería comunicar- "algún día van a "toreá" en el estadio, vienen unos toreros de Caracas. Unos musiues, que están viviendo desde hace varios días en una casa allá en el camino de "Las Palomas", al lado de la curtiembre; están preparando todo y uno de ellos también va a "toreá".

Hablaba mirando hacia el suelo, escrutándolo con una varita que había desprendido del corral. Le daba lástima el viejo. Pero sentía muchos deseos de comunicarle aquello; una fuerza incontenible lo incitaba. Pero sabía, y por eso no quería mirarlo, que en ese momento le estaba reabriendo una herida. La nostalgia que, en el viejo Pedro, despertaría sus palabras, él la presentía. El torero, hermano de María de la O, era hasta ese momento, y no había elementos de juicio o registro histórico para desmentir esta creencia, el primer y único torero nacido en aquella vieja ciudad. Y Cristóbal conocía de su secreta aspiración, que ya viejo se le venía desvaneciendo, de montar una corrida allí. Y ese proyecto lo fue posponiendo, pese a su prestigio en una comunidad donde todos se sentían orgullosos de él, su pieza de museo; un torero nuestro; de un pueblo que, pese su rancia estirpe andaluza, había parido de todo, pero jamás un torero hasta el día que Pedro asumió aquel compromiso. Y en verdad, nadie tenía noticias que hubiese existido otro. Y había otra cosa en Pedro, o en la creencia de la gente, que era referida con orgullosa insistencia aquí y allá; era el único torero en el mundo que se había encerrado en un ruedo con una vaca y, después de lidiarla sin la intervención de picadores, la fulminó introduciéndole el estoque hasta la empuñadura. También decían, "es el único negro que en este bendito mundo se ha dedicado al oficio del toreo".

Y cuando a algún paisano le llegaba visita, proveniente de otra ciudad, después de llevarla al castillo que, desde el desgastado cerro, inútilmente vigilaba, el orgullo andaluz conducía a su huésped hacia la sabana para que conociese a "el torero", el mismo que "toreó" una vaca, "a las que nadie lidia porque embisten con los ojos abiertos".

Pedro había pospuesto por años su proyecto de montar una corrida en su suelo natal, aspiración que lo acompañaba desde su viaje de retorno definitivo, porque allí, con toda su cultura de jotas y folías, no se sabe porque carajo, nadie conoce "un coño de toreo". Tenía miedo que, pese su prestigio y al cariño que le profesaban sus paisanos, reaccionaran con furia, si no les agradaba el espectáculo.

La semana anterior, sin que Pedro se enterase, en los sitios más concurridos de la ciudad, los cartelones anunciaron el espectáculo. En ellos, en cuatro colores, se dijo lo siguiente:

CINE LA GLACIERE

Presenta, a partir del próximo lunes, la gran serie por episodios:

DICK TRACY

Tres (3) episodios cada tanda. ¡¡Tres!!

Puños. Tiros. Acción.

Entradas: Galería Bs. 0.50

Sofá Bs. 1.oo

Preferencia Bs. l.50

7 p.m. 9 p.m.

Aquellos cartelones rutinarios y el bien ganado prestigio de los héroes de las series, atrajeron esa noche que Pedro se acercó a "La Glaciere, a decenas de personas deseosas de ver en acción en la pantalla grande, sonora y animada a uno de sus personajes más admirados.

Jóvenes y adultos concurrieron con la vehemencia de un compromiso necesario. Buscaban que aquel espectáculo, que duraría una semana, los sacase de la modorra permanente en que vivían, sólo recientemente interrumpida por la serie del "Capitán Araña", un éxito completo, y la protesta estudiantil.

RESPUESTA DEL TORERO

- "Sí, Cristóbal, estoy enterado de todo. Tengo mis alcatraces que me informan".

Pedro habló con lentitud. Cada palabra salía a excesiva distancia de la anterior. Habló seguro y firme, pero al mismo tiempo con dolor.

- "Pero tú, pequeño amigo mío, hijo de la laguna y el manglar, parecieras preocuparte mucho por mí y mis aspiraciones y poco por tu vida".

Esta vez "el torero" le habló de frente al muchacho y con menos lentitud. Pero con el mismo sentimiento.

- "Nada me has dicho de los camiones que, a diario, uno tras otro, entran a Río Viejo y siguen viaje a la laguna, a descargar en ella lo que sacan a "Tres Picos".

Pedro comenzó a hablar rápidamente, tanto que Cristóbal, asombrado, no intentó interrumpirle. Pero si pudo entender que al viejo negro no sólo le punzaba la herida por la corrida suya tantas veces pospuesta; también por la posibilidad que se le adelantasen quienes programaban la tarde de toros en aquel destartalado estadio. Y le dolía, tanto como a él, el destino que el "progreso" le había asignado a aquel inapreciable tesoro; pequeño mundo de magias, escenario de infinitas cosas bellas, motivo de sueños, esperanzas de niños y poetas. Le dolía el destino de aquel vientre fecundo.

Ahora los dos callaron y se sumergieron en sus cavilaciones.

"El torero" le dio la espalda a Cristóbal y se puso a mirar fijamente en dirección al barrio. Todas las cosas habladas entre él y su amigo bajo aquel generoso cují, le habían llegado al oído. En efecto, los alcatraces, el murmurar incansable de los vientos y la tertulia con la gente conocida, lo pusieron al tanto de los planes de "los españoles".

En ese instante, imaginó que el empeño suyo de hacer a la gente de su ciudad natal aficionada al toreo, no era más que un presagio y una carga pesada. Demandaba de sí mismo, un amuleto, una vieja pieza de museo, un torero anacrónico, un caracol enorme, abandonados en medio de una sabana salitrosa que cambiase el destino de las cosas. Y ahora, se sentía aplastado. ¡¡Algo grave habría de ocurrir!!

Pensó que era inevitable que otros viniesen de fuera, con un toreo nuevo; quizás más ágil y vistoso que el suyo. Ya era bastante viejo y poco lo que podía ofrecer. Lo nuevo o lo moderno, meditó "el torero", siempre está más cerca de los jóvenes.

Se dijo así mismo, ignorando a Cristóbal, que su toreo clásico, ese de acercarse al toro y luego quedarse firme hasta que la bestia pase, que le llenó de cicatrices el cuerpo, está más para un público exigente. "Para quienes" - continuó diciéndose – "conocen con intimidad la fiesta".

-"Es más llamativo y emocionante" - siguió hablando consigo mismo, mientras el muchacho lo observaba - "para un conocedor, que ese corretear por la plaza. Pero también - díjose el viejo - se requieren toros de clase. Toros de verdad. Grandes y fuertes. Bestias que hagan temblar la plaza y al pasear el redondel dejen sentir en el público su poder, fuerza y pujanza".

En su intimidad, "el torero", aspiraba que su pueblo, poco conocedor o ignorante absoluto del arte del toreo, se emocionase con él, por el afecto, por su clase y la bravura de unos toros que pudiese traer algún día; y que, al verlo, allá abajo, plantado en el centro de la plaza, llamando con firmeza y tranquilidad el ataque de la bestia, le pondría atención. Y él, se llenaría del traquetear de los tendidos y los cuerpos mismos de la gente, al paso profundo de la bestia. Estallaría la emoción al verlo tranquilo, pasarla suave alrededor de su cintura, moverse luego con ligereza para tomar posición y lanzar un nuevo reto.

Intuía el viejo que la sangre andaluza de hidalgos, vagabundos y torerillos trashumantes, corría, en buena parte, por las venas de su gente. Por esto había allí una buena ley, para que bajo el estímulo del afecto que le profesaban al torero del pueblo, por su arte mismo de lidiador valiente y de tronío, floreciese la afición.

Pero él bien se sabía viejo y limpio. Traer unos toros de España hasta allí para montar una corrida, era algo más que un disparate. ¿Quién en este mundo de cálculos precisos, podría financiar aquello? "Montar una corrida con toros malos, para ofrecer en el papel, sólo mi clase, de nada sirve; no es cosa para mí, ni ese mi objetivo" - se dijo el viejo.

- ¡"Yo soy el único torero de este pueblo"!

Al fin, mientras volteaba la cara con lentitud hacia el muchacho, habló en voz alta para que este lo escuchase por encima de los vientos:

-"No será la primera vez, joven amigo mío, que el empuje de uno, ese que se le sale de adentro no encuentre un derrotero. Los pueblos también se marchitan cuando no pueden ser como ellos se sienten".

-"Si yo" - siguió hablando el viejo en alta voz volviendo su mirada hacia el barrio – "no monto la corrida y hago a este pueblo mío que parece perdido, el más taurino de todos, nadie jamás podrá hacerlo. Harán amagos, caricaturas, pero no germinará aquí la simiente del toreo. Podrán montar una y mil corridas, pero no harán a esta ciudad mía, fiestera y risueña en las tardes de toros. La mujer ama al hijo que ella pare".

Se detuvo un instante, miró hacia el manglar y retornó la cara en dirección al barrio. En ese momento retomó su discurso:

-"En cuanto a los que vienen de fuera ahora, son aficionados; de nada importante del mundo del toreo se trata".

- "Lo triste" - volvió a hablar Pedro después de callar por un instante – "sería que dejen aquí una mala imagen del toreo. La idea retornaría aberrada y con el repudio a la fiesta, a esa fiesta, ningún recuerdo agradable quedaría en la gente de m".

Continuará…….



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Eligio Damas

Militante de la izquierda de toda la vida. Nunca ha sido candidato a nada y menos ser llevado a tribunal alguno. Libre para opinar, sin tapaojos ni ataduras. Maestro de escuela de los de abajo.

 damas.eligio@gmail.com      @elidamas

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