¿Por qué necesitamos sentirnos buenos? La época navideña trae una explosión de "amor y paz". Al menos, eso se repite hasta el hartazgo. "Diciembre: el mes más lindo del año", ya ha quedado acuñado como una verdad no discutida. ¿Será cierto? Nos lo dice un venerable señor vestido de rojo y blanco, siempre risueño, invitándonos a comprar y comprar, por lo que podríamos creerlo. Pero…. ¿es realmente así?
Caer en la simpleza -o tremenda torpeza- de decidir sobre si esta especie -que hace dos millones y medio de años fue poblando todo el globo, sin dudas con una inteligencia superior a la de otros miembros del reino animal (cosa sobre la que habría que discutir mucho)-embar es "buena" o "mala", es algo ya descartado de entrada. Plantearlo así es, como dijimos, una tontera, un desconocimiento absoluto de lo que realmente somos.
La ética, la tabla axiológica con que manejamos la vida -en cualquier modo civilizatorio y en todo momento histórico- es imprescindible. Eso es lo que nos convierte en humanos: el instinto animal ha quedado mediado (subvertido) por la cultura. Definitivamente, como dijo Freud inaugurando el psicoanálisis, "la neurosis es el precio de la civilización", el inevitable costo de ese pasaje de lo animal a lo social -habría que agregar que no solo la neurosis, es decir: nuestros síntomas, angustias e inhibiciones, que hacen parte de lo que llamamos "normalidad" (eso es la neurosis), así como también las psicosis y todo tipo de transgresiones a la ética (matar, mentir, estafar, violar, y un largo etcétera). Todos esos comportamientos, absolutamente humanos -los animales no mienten, no se cubren los órganos genitales externos, no tienen "mes más lindo del año", no encierran a otros de su especie en cárceles ni en manicomios, no tienen matrimonio- son obra del proceso civilizatorio, de la cultura, del alejamiento de lo puramente biológico. En otros términos: de complejos, y a veces incomprensibles, procesos histórico-sociales.
Es evidente que necesitamos -siempre con cuentagotas- fiestas, esos momentos especiales, a veces rutilantes, fabulosos -pero puntuales, no podemos vivir de parranda-, que nos quitan de la rutina, de la gris cotidianeidad. En la vida cotidiana los valores que nos fija la ética se respetan sin miramientos; su violación conlleva castigo. En la fiesta -de algún modo también, como en la guerra- se permite cierta transgresión. Está prohibido matar, pero en la guerra ello es posible; y no solo posible, sino que se alienta y se premia (medalla al mérito a quien mata más enemigos). Salvando las distancias, con las fiestas pasa algo similar: allí se puede hacer lo que, de suyo, no está autorizado, no entra en la cotidianeidad normal. Tienen un valor de liberación, de permiso para desenfrenarse.
En toda cultura, siempre hay momentos ceremoniales, festivos, especiales, donde se autoriza una cierta cuota de desenfreno, se traspasan los límites (se pueden usar sustancias psicotrópicas, por ejemplo). Después se vuelve a la rutina, a la normalidad.
Con lo que sucede en el mundo que sigue a la deidad llamada Jehová (o Yahveh, o Deus pater), padre de su unigénito Jesús de Nazareth, nacido por el increíble milagro de un parto de una mujer virgen, es decir: en el cristianismo (la religión de Occidente), puede verse algo de eso. No tanto por el bacanal en juego (eso queda para la celebración del Fin de Año) sino por el sentido de "corte" en la cotidianeidad, por la temporal ruptura de lo que son las relaciones sociales, y un llamado -exponencialmente exagerado por los circuitos comerciales- a ser "buenos", a "amarse", a "compartir". Hace recordar esos complejos mecanismos por los que, en la Roma imperial, un día al año el amo servía a su esclavo, o la acción por la cual el Papa, en medio del oro y la fastuosidad de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, lava los pies de reclusos o marginales en un acto de humildad.
¿Por qué hay que "ser buenos" y compartir en esos días decembrinos, darse un abrazo e intercambiar regalos, solo para la fecha estipulada como el cumpleaños de aquel predicador judío que recorría los campos de Galilea? ¿Y los demás días? Pues…. se vuelve a la normalidad, que no es, precisamente, de paz, amor y compartir. Va quedando claro que esta celebración, si alguna vez tuvo algún cariz religioso, ya lo ha perdido por completo.
Seguramente la pretendida explosión de "amor" de esas fechas, matizadas por interminables compras de regalos para expresar ese "espíritu de paz y felicidad, de apertura hacia el otro y de deseos de dar" -por cierto, para todo el envoltorio de los presentes navideños se talan más de 50,000 árboles, elaborando papeles que, en su mayoría, no se reciclan-, esa fenomenal demostración cariñosa, de gran afecto por el otro, es un paréntesis a lo que marca la cotidianeidad, que no es, a decir verdad, todo lo anterior. La paz, el amor al otro y el compartir quedan olvidados hasta el próximo diciembre.
Si esos días somos "tan buenos", eso lleva a pensar que los otros días (¿los 364 restantes?) nos manejamos de otra manera: ¿no somos tan buenos entonces? ¿Somos algo diablillos? Es decir: no se comparte mucho con espíritu de dar sin esperar nada a cambio, pues siguen inmisericordes el racismo, el machismo patriarcal, la explotación económica más profunda, la violencia sin límites, los 20,000 hermanos en Cristo muertos diariamente por desnutrición (14,000 de ellos: niñas y niños, muertes perfectamente evitables), la exclusión social, los 54 frentes de combate abiertos donde los fabricantes de armas medran con ese negocio, la catástrofe ecológica (¿contribuirá a ella esa cantidad fabulosa de papel y de árboles talados para envolver los regalos que demuestran amor?), la invención de nuevas armas cada vez más letales, la guerra mediático-psicológica (llamada de cuarta generación) donde nos embrutecen minuto a minuto con mucho deporte profesional y memes insustanciales, los políticos de profesión que abrazan y besan a bebés en sus campañas proselitistas y luego se desinfectan con cloro, los embarazos forzados, los muros para detener inmigrantes llamados "ilegales", los ciudadanos de primera y los "desechables", torturas y desaparición forzada de personas, campos de concentración, cárceles clandestinas, paraísos fiscales donde se evaden impuestos, genocidios, silencio cómplice de las autoridades cuando deberían hablar, y algunas otras preciosuras por el estilo. Los moteles (que son, básicamente, lugares para las "travesuras") trabajan a pleno todos los días del año, esos días donde parece entonces que no somos "tan buenos y generosos", y…. digámoslo así, mentimos un poquito, engañamos, deseamos lo que -según se nos dice- no habría que desear.
Después de todo ello queda la pregunta: esa fiesta de supuesta bondad y amor al prójimo -se le regala algo a los niños en los orfelinatos, se obsequia un plato de comida a los indigentes, se les da algún abrigo a los menesterosos, y algún que otro etcétera por allí- que nos dispara este mes "tan lindo" ¿será una forma de mostrar, por su reverso, la otra cara de lo que somos, de aquello en que nos construye esta sociedad en que vivimos?
Por supuesto que la historia no está terminada y no podemos quedarnos con la visión de que lo humano es solo esta suma de atrocidades. En los 364 días restantes también hay, a veces, solidaridad, entrega, búsqueda real de justicia (no solo caridad para un día al año, o lo que promueve ese engendro tan discutible llamado "cooperación internacional", que constituye otra forma de beneficencia). Por supuesto que también hay compromiso con un mundo de equidades, donde quizá no nos "queremos tanto" evocando el amor del dios encarnado (de este dios en particular, recordemos, porque hay varios miles de dioses más en la historia humana), pero donde podemos construir una sociedad en la que nos respetamos, y donde tenemos, todas y todos por igual, acceso a los beneficios del desarrollo. Eso, en definitiva, tiene nombre: no se llama Navidad sino socialismo.