Al Dr. F. Carrera Michelli
Vaya por delante que no recomiendo el aborto. Es una acción en la que no hay amor y que conlleva resacas emocionales impredecibles.
Pero no acepto que nadie imponga esa decisión ni su contraria. Abortar, o no, debe ser una decisión soberana del individuo según su conciencia. Es hipócrita contrabandear cualquier religión en esto porque es modo perverso de estatizar, es decir, convertir en asunto de Estado lo que pertenece a la vida individual. Religiones hay que prohíben la perforación de los lóbulos y cualquier otra modificación del cuerpo. Respeto y exijo respeto para quienes siguen cualquier religión, pero no acepto que se utilice ninguna para la expropiación patriarcal del cuerpo de la mujer, sobre todo las que dicen defender la vida y bendicen y respaldan a los explotadores que provocan la muerte.
Es cínico obligar a hacer algo que se impide hacer. Anatole France lo declaró ilustremente: «La ley es igual para todos: prohíbe a ricos y pobres dormir bajo los puentes». ¿Cómo imponer a todos cumplir una ley que unos pueden observar y otros no? ¿Cómo prohibir el trabajo infantil si no creamos las condiciones para que ningún pequeño tenga que dejar su niñez para volverse minero o narcotraficante?
La ley tiene que partir de la vida real y la vida real es que en Venezuela hay diez abortos por día, que solo las mujeres con recursos pueden practicarlo en circunstancias médicas favorables. La prohibición absoluta del aborto es cínica porque condena a las pobres a practicarlo en contextos en que su vida y su salud corren peligro.
Declarar que la vida comienza con la concepción es permitir que la naturaleza se inmiscuya en la existencia del ser humano, ese ser extranatural. Si fuésemos naturales no cocinaríamos nuestra comida ni regularíamos nuestra vida sexual. ¿Obedecen a la naturaleza los que practican la castidad? No tengo nada contra ese voto, allá cada quien con su salud, pero no acepto que se lo impongan a quien no desea observarlo.
A comienzos de los años 70 un grupo de valientes francesas se declaró «culpable» de haber abortado. En muchos casos no era cierto, pero fue un modo de reafirmar el derecho laico por encima del despótico derecho canónico, al que respeto incluso cuando no respeta.
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