Me había olvidado de Antoine, de la época de la IV República, pero la señora Majo, con su mágica y muy disimulada originalidad, lo trajo al presente. Espero que compartan conmigo los secretos de Antoine.
El no estaba seguro dónde nació. Lo cierto es que le fascinaban los platillos que su madre europea preparaba y, que este país, donde vivió casi todos los años de su vida, le producía alergia.
Sus viejos salieron de la costa del viejo continente, aventados por el hambre que prodigó la guerra. A Maicao, en la zona fronteriza con Colombia, llegaron piadosamente, con una mano adelante y otra atrás. El padre, era eso que Rómulo Gallegos llamó un “toero”. Diestro en todo, especialista en nada. Pero aquí se volvió prestidigitador. Comenzó como vendedor de baratijas, siguió como asalariado, abridor de zanjas a pico y pala y terminó de contratista, constructor, cobrador y pagador de comisiones, caja de secretos, alcahuete de la gente del poder y multimillonario.
Antoine, recibió la herencia del padre. Hijo único y amado; su viejo se apenaba porque le hubiese nacido en estas malditas tierras. Por eso, con la fortuna, le dejó el odio, el sentimiento negativo generado por estar aquí; contra esta gente, los nuestros, que guardó siempre sin mucha discreción. Antoine, todos los días, en la mesa y en tertulias nocturnas, escuchaba expresiones nostálgicas del viejo por la lejana tierra y las maldiciones por vivir “entre esta gentuza”, floja y sin ambiciones; ese sentimiento no incluía por supuesto a aquellos venidos de Europa y sus descendientes y los doctores del gobierno.
Con los años, Antoine empeño puso en multiplicar la fortuna paterna en operaciones dudosas y alimentar su heredado odio. Sólo que él, quien no sabía si nació en Maicao o Paraguaipoa, pero en todo caso reconocía sin fingida vergüenza que por aquí fue, se sentía con derecho a hacer público su resentimiento.
Y estuvo metido en todos los organismos de la empresa privada. Y allí habló del interés nacional y de la conveniencia de sus proposiciones para que el país progresara. Porque Antoine, juraba y perjuraba que lo bueno para él, lo era para nuestra gente.
Quizás, alguna vez, se sintió tentado, como otro, a gritar en la televisión o en reuniones con empleados suyos, de quienes pensaba y expresaba en privado, que eran una cuerda de flojos, que “aquí estamos y aquí seguiremos”.
Pero Antoine, cuando hablaba hacia la calle, en momentos que los dólares corrían pero había una enorme pobreza mal disimulada, que sólo algunos pocos como él no percibían, elogiaba al país, a su clase política y hacia mención a una supuesta casta emprendedora que como Jesús, sabía multiplicar los panes. Lo único malo para nuestro personaje – y en esto no hacia concesiones – era la inmadurez del venezolano, flojo e indigno de tomar en cuenta para cualquier proyecto. Por supuesto, excepto los doctores del gobierno y el europeaje puro. Pese que su padre y él mismo, hicieron fortuna con el sudor de aquella gente.
Los doctores quienes apadrinaron y usaron muchas veces de testaferro al padre de Antoine y repotenciaron la fortuna heredada por éste, un buen día declararon que el país en la carraplana estaba. Los reales, casi todos, eso no lo admitió el gobierno, estaban depositadas en cuentas en el extranjero a nombre de sus agentes y de la clase emprendedora. Por esos días, una fuerza telúrica, de manera inesperada se desató sobre Caracas y otras ciudades venezolanas.
Antoine, levantó su figura como con “dignidad”, tomó aliento, asumió una fuerza moral superior y declaró “me voy para el carajo porque en este país de mierda, ya no se puede creer ni en los doctores del gobierno y porque mis reales hace rato, también están afuera.”
Antoine, sin duda, nunca estuvo del lado de los pendejos y lo que es peor les odiaba, hasta a los doctores del gobierno, Y esto, uno lo sabía, porque en veces su egolatría, racismo y xenofobia lo desbordaban.
Cualquier parecido a hechos reales es pura coincidencia.
pacadomas1@cantv.net