Hoy caerán las bombas sobre el Palacio de la Moneda, serán intervenidas las
estaciones de radio, televisión y los periódicos, ocupados militarmente los
sindicatos, llenado el Estadio de Santiago de presos políticos, arrancadas
las primeras uñas de las víctimas del terror, violadas las mujeres apresadas
y desaparecidos los ciudadanos de la patria chilena. Hoy, hace tres décadas,
el general Augusto Pinochet, contratado por la Casa Blanca en Washington
para ahogar en sangre la democracia constitucional del Presidente Salvador
Allende, afinaba los últimos detalles del golpe de Estado que acabaría con
la liberación nacional y social del país.
Junto al "general rastrero", como Allende tituló el último día de su vida al
traidor -a quien había hecho comandante en jefe del ejército el 23 de agosto
de 1973- estaba una pandilla de mercenarios, conocidos como las Fuerzas
Armadas de Chile, que regresaron la institución castrense a su ignominiosa
tradición de matar mineros y "pampinos pobres", en pos de los intereses de
la oligarquía secular. Clases medias y pequeñas burguesías, desde médicos
hasta transportistas, habían hecho alianza con la oligarquía, azuzados
implacablemente en la guerra santa contra el "comunismo" de la Unidad
Popular, por el diario nacional más importante, El Mercurio, y su dueño
Agustín Edwards, íntimo amigo de David Rockefeller, con estrechas
vinculaciones a la transnacional Pepsi Cola y la Central de Inteligencia
estadounidense, la CIA.
Edwards había volado apresuradamente a Estados Unidos, a pocos días de las
elecciones generales del 4 de septiembre de 1970, en las cuales la Unidad
Popular (UP) de Salvador Allende había ganado la mayoría relativa de los
votos, derrotando con el 36.3 por ciento de los votos al derechista Partido
Nacional (PN) y a la democracia cristiana (PDC), que sólo obtuvieron el 34.9
y 27.8 por ciento del sufragio, pese a los millones de dólares, con los
cuales la CIA había corrompido el proceso electoral. En la mañana del 15 de
septiembre, el magnate mediático desayunó en un hotel de Washington, D.C.,
con un grupo selecto de pesos pesados de la política estadounidense: Richard
Helms, Director de la CIA, John Mitchell, Fiscal General de la nación y
Donald Kendall, presidente de la Pepsi Cola, quién había convocado al
encuentro. Edwards expuso sin rodeos ante los comensales que era imperiosa
la intervención estadounidense, a fin de evitar que Allende llegase a la
presidencia.
Presionados por las insistencias intervencionistas de los empresarios
Edwards y Kendall, Helms y Mitchell convencieron al presidente Richard Nixon
y su Asistente de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, de que era
impostergable una reunión de emergencia en la Casa Blanca, ese mismo día,
para "arreglar" el asunto de Allende. Cuando terminó la reunión entre los
cuatro funcionarios de la Casa Blanca, el mismo 15 de septiembre de 1970, la
sentencia de muerte de Allende había sido firmada. Nixon instruyó a la CIA
de que un gobierno Allende era "inaceptable" para Estados Unidos y que
tomara "un papel directo" en la organización de un golpe militar para
impedir su asunción a la presidencia. Toda la operación debía realizarse
bajo el control directo de Kissinger. Fue dentro de este contexto, que la
Casa Blanca le envió al Presidente democratacristiano en funciones, Eduardo
Frei Montalva, el siguiente mensaje, a través de su embajador Korry y el
ministro de defensa chileno: si Allende llega a la presidencia, Estados
Unidos hará "todo lo que está dentro de su poder para condenar a Chile y los
chilenos a las privaciones y la pobreza más extrema, dentro de una política
diseñada para largo tiempo".
Tres años tuvieron que esperar los dueños del terrorismo internacional
estadounidense, Richard Nixon y Henry Kissinger, al servicio del capital
transnacional y de los megaempresarios como Edwards y Kendall, hasta que su
sueño de destruir la democracia de la Unidad Popular chilena, pudo ser
realizado.Tres largos años, porque cuando Nixon y Kissinger ordenaron a la
CIA a concertar el golpe de Estado, la CIA les respondió que "la acción
militar era imposible", debido a la "inercia apolítica y constitucionalista
de los militares chilenos". La destrucción sistemática de la economía, la
formación de bandas terroristas paramilitares como "Patria y Libertad", la
organización y el financiamiento de la guerra psicológica a través de los
medios nacionales e internacionales y la construcción sistemática de una
fracción fratricida en las Fuerzas Armadas, para generar el clima del coup
d´état, abrieron el camino hacia la matanza de Pinochet que hasta el día de
hoy ha quedado impune.
Las razones de la matanza fueron expresados en un documento secreto de la
CIA, de septiembre de 1970. Constatando que Estados Unidos "no tiene
intereses nacionales vitales en Chile" (sic), la CIA advirtió que un triunfo
de Allende tendría "considerables costos políticos y psicológicos", en
cuanto que: a) amenazaría la "cohesión hemisférica", b) por las reacciones
(repetidoras-H.D.) que generaría en otros países y, c) porque sería una
derrota "psicológica" para Estados Unidos y un "avance psicológico
definitivo para las ideas marxistas". Dos décadas antes, el ideólogo liberal
del gobierno de John F. Kennedy, Arthur Schlesinger, analizando la necesidad
de destrucción del gobierno de Fidel Castro, había llegado a la misma
conclusión, aunque en un lenguaje diferente, más claro. La idea de la
revolución cubana, de que el pueblo debe tomar las riendas de su propio
destino, es una idea "que encontrará muchos seguidores entre los pobres de
todo el hemisferio que enfrentan similares problemas. No queremos que esa
idea se expanda".
La Unidad Popular de Chile cometió justo este "crímen" de querer implementar
un proyecto histórico de democracia popular y soberanía nacional en el
hemisferio occidental, que desde la proclamación de la Doctrina Monroe en
1823, genera la sentencia de muerte de los responsables por parte de un
Estado imperial, que Noam Chomsky caracterizó adecuadamente en los años
ochenta como un Estado gangsteríl. Hoy día, hay más ciudadanos pobres y más
presidentes progresistas que nunca en el hemisferio, que procuran la
soberanía popular. Por eso, las políticas destructivas del Estado gangsteril
que acabó con Allende, se operan en la actualidad a una escala mucho mayor
que en 1970.
Contra Cuba, esa política es evidente; contra Venezuela, Argentina y Brasil,
es -todavía- clandestina. Por eso, la sospecha de Noam Chomsky, de que
Washington esté "apoyando de nuevo, en Venezuela, un golpe de estado", debe
tomarse muy en serio. Hay dos personajes legendarios en América, cuyos
pensamientos nunca deben descartar las fuerzas democráticas de América
Latina: Noam Chomsky y Fidel Castro. Recordemos este 11 de septiembre,
cuando Fidel le regaló a Salvador Allende un fusil Ak-47. Fue un simbolismo
con el cual el Comandante indicó, de donde venía el golpe del Estado
gangsteril.