Lunes por la mañana. La camisa roja colgaba sin sudor en el closet entre exquisito aroma de cedro y lavanda. Desde su confortable inmovilismo, Sectario Cogollo analizaba las causas y las consecuencias del reciente revés. Dentro de ese silencio sepulcral en que se entierran las cuestiones enojosas, encarnaba perfectamente esa cierta respetabilidad que dimana del poder.
Sin imaginación pero con ambición, llevaba horas haciéndose preguntas, repasando su vertiginosa y exitosa carrera política dentro de la revolución socialista, enorgulleciéndose de cómo pasó sin transición ni experiencia del más celebre anonimato a la más deliciosa función pública, llegando cómodamente al cargo con tratamiento de asistente y escolta, donde, incapaz de concebir un mundo que no fuese el suyo, su mayor molestia era lidiar entre seres que se abstenían de adularle porque ignoraban su magnificencia. Precisamente, para Sectario Cogollo, la clave del éxito de su ascendente carrera política era rodearse de imbeciles que sabían beber pero no pensar, pues la libertad termina donde se empieza a decir lo que el poder no quiere escuchar.
Por eso contaba con un incondicional entorno conformado por empresarios y contratistas que le servían el escenario como vitrina de feria, por tarifados incondicionales que le procuran aplausos y por periodistas paladines de la libertad de expresión que callan lo que saben para repetir lo que él les dicta atendiendo a sus jugosos deseos, siempre y cuando reservaran su agresividad para quienes molestan o atentan contra sus intereses.
Eso le había permitido hacer lo que hacía y le había dado muy buenos resultados, le sobraba apoyo para su candidatura y daba por hecho que en el 2008 coronaría otro resonante triunfo personal. Se sentía un superhombre, un animal político, un iluminado por obra y gracia de la revolución que tenía la inusual virtud de adaptar el criterio colectivo a su necesidad. Lo demostraba en cada campaña convirtiendo las reuniones del comando en homilías políticas consolidando un admirable caciquismo vertical, donde quien no era insultado en ausencia era acosado en presencia.
También lo demostraba en las manifestaciones de calle, donde trataba de imitar con más pena que gloria al Comandante Chávez, hablando y repitiendo como un loro, pero no decía, ni por casualidad, lo que la gente deseaba oír. Lo cual no le importaba demasiado, total, para él esa gente sólo existía para hacer bulto, aplaudir y votar legitimando su buena comida, su buen escocés, su buen carro, su buen segundo frente, su buena mansión, su buen socialismo…..
Pero, la madrugada del 2 de diciembre sonó la alarma social y ahora un Sectario Cogollo taciturno voltea a mirar la camisa roja en el closet. Y, por fin, aleluya, piensa. “No tomé conciencia de mi impopularidad ni del hastío que provoqué con mis mentiras y engaños, ni de la rabia que provoqué con mi viveza y mis trampas, ni de la furia escondida que provoqué con mi ostentación, ni del daño que hice al Comandante Chávez y al proceso con mi actitud de secuestro en el PSUV, con las maldiciones que provoqué con mi desidia e ineficacia en cada hueco de la calle, en cada injusticia que cometí o permití, en cada ciudadano que dejé de atender, con cada lealtad burlada, con cada falsedad que construí en mi insensibilidad rutinaria hasta creerme mis propias mentiras….”.
Se incorporó pesadamente para dirigirse a la ventana y hacer lo que no hacía desde que asumió el cargo, ver y sentir lo que pasaba en la calle. Corrió la cortina, se asomó furtivamente y un ligero rubor le fue tornando el rostro rojo rojito cuando desde lejos surcaban el espacio las estrofas de un viejo tango: “Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser…..Ahora, cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas ya no las puedo arrancar….Sueño con el pasado que añoro, el tiempo viejo que lloro y que nunca volverá... …..”
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