¡La revolución tomará las ciudades!

Esto que voy a exponer es, ciertamente, una generalización y, como tal, puede contener grandes inexactitudes. Pero de todos modos me arriesgaré.

Parto del principio de que nuestras ciudades votan contra. ¿Contra qué? Contra lo que sea, porque en ellas entró con mucha fuerza, desde hace larguísimos años, el virus de la desesperanza. Votan contra, porque sienten contra, porque viven contra.

Porque nuestra vida urbana, y esto se acentúa particularmente en los barrios, sufre el contraste entre la posibilidad teórica y la inconsecuencia práctica, entre la ilusión y la frustración, entre la adicción al consumo y la resaca de la carencia.

Pues se supone que la ciudad ofrece. Pero resulta que su ofrecimiento es falso. Promete pero no cumple.

Y lo que nos da es tan endeble que su calidad se desbarata en los dedos.

Le Corbusier definía a la casa como una máquina para vivir. Por analogía podemos definir a la ciudad como una máquina para vivir en colectivo. Pero, ¿qué pasa cuando esta máquina no funciona, cuando es un trasto ineficiente, cuando convierte a la vida cotidiana en una pequeña pesadilla?

Alguien podría decir que la ciudad nos da el trabajo, y eso ya es algo. Tal vez esa es la manzana del paraíso, la que nos hizo dar el primer paso para llegar a la ciudad. Pero el hecho real es que todo lo demás, fracasa. Los desplazamientos son un infierno. Se hunden los servicios. La imagen de la ciudad está llena de agujeros. Pero, sobre todo, el ocio... el ocio es un castigo.

Aquello que debería ser la recompensa, la satisfacción a plenitud, se reduce básicamente a un imán inevitable con dos polos extremos. Uno, patético, ridículo, sumamente estúpido, el de los grandes centros comerciales, con multitudes que deambulan y se entrecruzan sin saber mucho qué hacer, a la espera de una parada en la feria de comida rápida. El otro, el de las horas perdidas en la casa ante una televisión comercial embrutecedora que lo menos que hace es lavarte el cerebro, como con jabón azul y un cepillo de alambre.

En esa circunstancia, con la sensación extendida de estar presos en una trampa, la batalla de la esperanza, de la recuperación del ánimo, está perdida.

Salvo que llegue la revolución.

Lo digo bien: salvo que llegue la revolución a la vida de nuestras ciudades. Una revolución decidida, imaginativa y audaz que las encienda, que las recupere, que las ponga bonitas y amables, que las haga livianas y divertidas, que las convierta en una gran casa generosa para la vida en común. Que haga de ellas una fiesta para la dignidad de las personas.

Una revolución que traiga felicidad de la buena.

Y estoy seguro de que la revolución, esta revolución, llegará a las ciudades. Aprendiendo de los errores y las torpezas de nosotros mismos.

Mientras tanto, para ir comenzando, podríamos intentar que, al menos, estas ciudades nuestras funcionen.

Por mi parte pienso que, en el reparto de las tareas, el verdadero trabajo político de nuestros alcaldes y gobernadores debería ser ese.

Publicado originalmente en la edición 199 del semanario Todos Adentro


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Farruco Sesto

Arquitecto, poeta y ensayista. Ex-Ministro de Estado para la Transformación Revolucionaria de la Gran Caracas. Ex-Ministro de Cultura.

 @confarruco

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