Ayer se cumplieron 173 años de un hecho poco reseñado en los textos escolares: en esa fecha, un agonizante Simón Bolívar, desencantado, enfermo y prematuramente envejecido, en la Hacienda San Pedro Alejandrino de Santa Marta (Colombia) dictaba ante sus edecanes, el Coronel Joaquín de Mier y el escribano José Catalino Noguera su última voluntad. No hago referencia a su conocido manifiesto en el que detalló las condiciones para bajar “tranquilo al sepulcro”. En anteriores ocasiones, Bolívar se había resistido a escribir sus memorias y hacer un testamento porque, según decía, nada tenía para dejarle a nadie. Sin embargo, debió cambiar de parecer en sus dias finales, entre muchas razones, porque tenía familiares cercanos como sus hermanas y los hijos de su difunto hermano, Juan Vicente a quienes no podía dejar desamparados. Aún más: el hombre que había decretado la libertad para los esclavos, comenzando con los suyos, sólo tenía en los últimos años un sirviente: José Palacios, seis años menor que él. Bolívar no estaba dispuesto a irse de este mundo sin dejarle algo (un título, un dinero, lo que fuese de valor) como recompensa al hombre que le habia sido fiel acompañante y confidente durante tantos años. Y se lo dejó: 8000 pesos, un dinero apreciable (aunque no cuantioso) para esa época.
José Palacios, hombre ignorado por la historia oficial y la de los textos escolares, era un esclavo que pertenecía a la madre del Libertador y que pasó al servicio de éste, siendo quizá adolescente. Con él estuvo en los destierros, en las batallas en primera línea; en las malas, en las buenas y en las peores circunstancias. Siempre se negó a aprender a leer y escribir, pero a despecho de ello, poseía una memoria que le permitía recordar frases de importancia y los onomásticos que siempre en las mañanas recitaba a Bolívar. Nunca quiso llevar uniforme o título militar alguno y siempre se identificó con las necesidades y gustos de su señor. Este ignorado hombre, entre tantos otros, en más de una ocasión le salvó la vida a su señor y, tal era su solidaridad, que padecía con él sus dolores y sus desengaños. Tales eran los servicios que Palacios prestó a Bolívar en muchos años. Pero en la noche de aquel 10 de diciembre funesto, Palacios suplicó a Bolívar que cambiara su voluntad, pero él fue inflexible: no podía renunciar a aquella cláusula y debía vivir de algo. Cosa triste: Palacios no sabía hacer otra cosa, ni podía servir a más persona que al General. Aquí uno compara la generosidad (llevada al extremo, podría decirse) de un hombre que había conquistado y merecido tantas glorias como el que más pero que moría pobre y despreciado, con la de ciertos personajes de su época y posteriores, también con glorias conquistadas, pero que vivian en el lujo y la opulencia más grotescos y que eran capaces de echar al olvido, a quienes les debían afectos o apoyos.
Gracias al historiador bolivariano, Vinicio Romero Martínez, podemos tener idea cierta del destino final que le aguardó a José Palacios. Tal como dice García Márquez en “El general en su laberinto”, Palacios derrochó aquel dinero y a la muerte de Bolívar, se quedó vagando y pidiendo limosna por las calles de Cartagena. Allí se hizo alcohólico y terminó sus dias como mendigo licenciado (retirado) del ejército libertador. Pero, una vez más, a despecho de sus males, gracias a Palacios, a los edecanes y algún cronista de la época, se han podido conocer algunas de las intimidades del Libertador.
Sirvan pues, estos sencillos párrafos para rendir homenaje no solo a un hombre humilde y solidario que, antes de Manuela Saenz, fue también apoyo de nuestro General de hombres y mujeres libres, sino también para recordar que la amistad y la solidaridad, valores casi olvidados en nuestro entorno (sobre todo en las luchas políticas), siguen siendo los pilares de la convivencia democrática de los pueblos del orbe.
Que así sea.
(*)Ingeniero en Telecomunicaciones
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