La tía Panchita
La tía Panchita fue para toda la familia un fantasma que vivía entre los vivos. Su espíritu deambulaba entre nosotros. Estaba en las conversaciones diarias; en las paredes, en el sabor de las comidas; aún en la nada insípida agua generosa de la pila; en los momentos de correr o reír por los temblores; entre las fichas de la bolsa para que uno cantase lotería, en las tertulias en la playa y hasta en la travesía del manglar.
Era como una manera de no aceptarla muerta, que la violencia del terremoto se la hubiese llevado al otro mundo. Sólo que no estaba; y por eso se hablaba interminablemente sobre sus habilidades o sensibilidad extraña para detectar los más sutiles movimientos de la tierra mucho antes que los demás los sintiesen en el pendular de las lámparas, el caer de objetos de armarios o repisas y el ondular del suelo. Y cómo era capaz de predecir hasta la hora y punto que se harían sentir. Y en su dar recomendaciones para evitar tropezones o encontrones al momento de salir, siempre entre risotadas y guachafitas, hacia espacios abiertos.
Y el "si Panchita estuviera", se oía a cada momento y con la menor excusa.
Lo extraño, por lo menos para los muchachos, era que en casa o mejor, en ninguna de las casas de la familia, que desde que Panchita se esfumó, se había ramificado, no había una foto de ella; ni siquiera un dibujo que la recordase. Entonces uno inventaba tantas figuras de Panchita como tantas veces la evocábamos. Y es bueno decirlo, que por lo menos entre los niños de su familia, competía por el fervor y la adoración con el abuelito del mar. Y uno juraba por la bolita del mundo, el abuelito del mar y por la tía Panchita.
De modo que para nosotros, Panchita era algo más que una tía. Porque estaba siempre en el medio de nuestras vidas y porque esos temblores, que en aquella época era de verdad el pan de cada día, hacían imposible que uno la olvidase.
La tía Panchita nunca se fue y menos desapareció del núcleo familiar. Porque cuando tomé conciencia de mi existencia, varios años después de su desaparición, que es como decir el comenzar a entender y recordar lo que me decían, se hablaba de ella como si por allí anduviese: y otros años más tarde, todos en la familia hablaban con ella. Y en cada casa, de una forma u otra, tenía asiento en la mesa y se le consultaban cosas más íntimas y de extrema delicadeza. Qué si es bueno el noviazgo de fulana y hasta los resultados del béisbol. Y en cada casa había una habitación, sin importar comodidades o dimensiones, que esperaba por Panchita.
La tía Panchita y los temblores casi marcaron nuestra vida de niños. Y los niños de la familia sentíamos una ventaja sobre los demás habitantes del barrio; Panchita era nuestra y pese a la solidaridad natural que de nosotros emanaba, no sentíamos deseos ni podíamos ofrecerla a la plegaria de ellos, porque sólo nosotros sentíamos su calor y presencia.
Cuando la vimos, ya doblada por la edad y ausente la alegría en su rostro, no la reconocimos. Porque para mi, que para el momento de su retorno era aún un infante, la Panchita de carne y hueso, era otra; y otra, la Panchita fantasma, que contaba temblores y se embelesaba oyendo el taconear de las botas relucientes de los saldaditos con sus máuseres al hombro y su marcha hacia la curva, donde el mundo se le escondía.
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