El síndrome del autismo, es padecido por hasta un 4,5 por ciento de la
población mundial actual. Está catalogado, no como una enfermedad, sino más
bien como un desorden del desarrollo de las funciones del cerebro, que
limitan al individuo que lo sufre en su interacción social, no respondiendo
a las emociones de otras personas y pareciendo estar ajenos de los
sentimientos de otros hacia ellos y del impacto negativo que su
comportamiento tiene en otros individuos de su misma especie.
Haciendo a un lado a los que padecen este desorden cerebral por razones
genéticas, en Venezuela tenemos una clase social alta que sin duda alguna
han manifestado los síntomas más graves del autismo para con sus congéneres
menos favorecidos económicamente. Y antes de que alguien me catalogue de
vulgar o insultante, quiero acotar que esta expresión –el autismo social de
las élites- no es de mi invención, sino pertenece a una ex-gerente de una
filial de PDVSA (tía política mía, por cierto) que se sumó al paro golpista
de diciembre y fue despedida de la empresa.
Después de mucho odio incubado y manifiesto en contra del presidente
Chávez, ella misma llegó a la siguiente conclusión: “Realmente ahora me doy
cuenta de que la culpa de todo este problema no es de Chávez, sino de
nosotros mismos, los que salíamos de nuestras casas y ni siquiera mirábamos
a los cerros, porque esa gente no nos importaba. Teníamos nuestra seguridad
económica y laboral y los demás simplemente nos tenían sin cuidado. Éramos
autistas”. Y luego expresó: “Lo más triste de todo, es que la mayoría de los
que pertenecen a la élite de la sociedad venezolana, muchos de los cuales
son mis amistades y conocidos, aún continúan siendo autistas sociales”.
Ese cuadro de desorden cerebral manifestado por mi tía, es el común
denominador de las élites en nuestro país. Porque el antiguo papel que
tenían las clases altas de ser modelo y proporcionar las herramientas
económicas y sociales para la superación de las clases más desposeídas, ha
dado paso a la discriminación, el desprecio y la displicencia de los unos
hacia los otros, hasta el punto de dejar de importarles en lo más mínimo la
miseria, el hambre y la muerte que padecen día a día los ciudadanos más
desamparados de nuestra patria.
Un ejemplo clásico de una autista social elitesca, lo constituye Patricia
Poleo. Todos los que vimos la interpelación que se le hizo en la Asamblea
Nacional, podemos recordar cuando dijo que ella ‘conoció a Aristóbulo
Ísturiz cuando este no era nadie’. Analizando este comentario, surgen varias
preguntas: ¿Quién es “alguien” para la Poleo? ¿Serán “alguien” la gente
humilde de los cerros y los barrios? ¿Acaso será “alguien” quien no tenga un
cargo político o mediático? Use discernimiento el lector...
Y es que este estilo de pensamiento –si así podemos llamarlo- lo vemos
reflejado en todos los que se consideran “alguien” en la sociedad
venezolana. Durante el paro de diciembre para los medios de comunicación
elitescos, “Venezuela” estuvo totalmente paralizada. Y es que para ellos
“Venezuela” es el este de Caracas. Para ellos no existe ningún otro punto
cardinal en el mapa de la ciudad capital, así que ni hablar de los estados
del interior del país.
Otro miembro conocido –lamentablemente- de la élite venezolana de los
últimos tiempos, el capo, delincuente prófugo de la justicia, fascineroso,
pero multimillonario (por lo tanto miembro de la élite venezolana o como
diría Patricia Poleo: “alguien”), CAP, expresó en una entrevista moderada
por Fausto Malavé en Televen, su opinión con respecto a todos aquellos que
apoyan al presidente Chávez, es decir los más humildes y necesitados de la
sociedad venezolana y por ende la mayoría, catalogándolos como el “lumpen de
la sociedad” y la “escoria social que debe ser eliminada”.
Hay sólo una reflexión que me gustaría hacerle a la mal llamada élite
venezolana: Simón Bolívar nació en una familia adinerada, contó con una
educación de calidad y con todas las comodidades económicas que pudiese
desear. Sin embargo, lo sacrificó todo por sus compatriotas, por la libertad
de toda Sudamérica y murió como un indigente, en una casa que no era suya,
con una camisa prestada y dependiendo de la caridad de unos cuantos que le
compraron unas tablas para hacerle un ataúd.
No digamos que “alguien” –valga la redundancia- de la élite venezolana
pueda siquiera compararse al Libertador o al menos tener la mitad de sus
ideales. Pero, ¿ni siquiera sienten un poco de pena por los niños
abandonados, los padres que no tienen como alimentar a sus hijos y todos
aquellos que padecen hambre, enfermedad y muerte, por carecer de recursos
económicos, aquí en su propio país?
Esperemos algún día encontrar la cura del autismo social de las élites
venezolanas.
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