Más allá de otras consideraciones de tipo político, social o económico, la ciudad contemporánea, vista en sí misma, es un fenómeno cultural con una enorme capacidad para colorearlo todo con su propia tonalidad.
Es un universo luminoso y feroz dotado de una gran fuerza gravitacional. Y cuanto más grande la ciudad, mayor es esa fuerza.
La ciudad moderna contiene y expresa al máximo la extraordinariamente atractiva quimera de la sociedad capitalista. El éxito, el consumo y el entretenimiento, cabalgando entre el ensueño y la realidad, son los dioses de una creencia poderosa y absorbente que, como toda religión, se convierte en un asunto de fe incondicional, más allá de la ética o la razón. Esos tres dioses se hacen omnipresentes en la vida de los ciudadanos como una posibilidad que casi se roza aunque no se abrace, y que aunque no se alcance, se percibe.
La ciudad desliza su existencia en la búsqueda de un cielo de lujo que cree merecer, que le llega de otras ciudades envidiadas y de sus culturas, desde los mismos centros de poder que diseñan el mundo como es.
Sintiéndose libre, se ignora prisionera de sus propias debilidades, dependiendo espiritualmente de unos medios de comunicación que, como narcotraficantes, le suministran cada día la dosis de veneno necesaria para mantener su enganche con la ilusión. No es introspectiva. No es reflexiva. No quiere saber.
En la ciudad, y todavía más en la ciudad de nuestros países, se cultiva, por eso mismo, un pensamiento, yo no diría políticamente el más conservador, sino el más superficial y ligero, el más desarraigado de toda idea o práctica de liberación colectiva.
Así vemos que, a la hora de las elecciones, una buena parte del voto de las grandes ciudades, particularmente el de la llamada clase media, pero no sólo ese, se comporta de una manera absolutamente ideológica. Porque hasta algunos de los desheredados de la tierra, en ciertos casos, terminan votando, contra natura, por quienes administran su fantasía.
Por eso les pido a mis camaradas de gobierno y del PSUV que de ahora en adelante no se olviden de que una parte crucial de la batalla se da en el terreno del espíritu. Quiero decir en el terreno de las ideas, pero también de los afectos, de la sensibilidad, de la percepción, de las imágenes y del ejemplo. Si la gestión de gobierno no toca esos planos, su influencia se disipará tan fácilmente como el humo liviano de una pequeña hoguera. Si la actividad del partido no llega a los corazones y se funde con ellos, no en las consignas sino en los hechos, su palabra se la llevará cualquier brisa electoral.
No se trata de decir que se da la vida. Se trata de poner la vida en esto.
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