No es un capricho telúrico de los mares de la Cuenca del Caribe. Los conflictos de Haití y Venezuela se han entremezclado como olas distintas sobre una misma playa: La zona caribeña ha entrado en estado de desequilibrio político. Y no hay cosa que preocupe más al Departamento de Estado, a los grandes inversores radicados allí, de Canadá, la Unión Europea y Japón, que ver esas aguas revueltas.
Final de una crisis anunciada
Haití es un pequeño Estado sin nación estructurada, entre las costas de Estados Unidos y Cuba, pegada a la frágil sociedad dominicana y miembro clave en la asociación interestatal conocida como Caricon (Comunidad del Caribe), compuesta por 15 islas-Estado, excepto Cuba. Haití-Dominicana, Cuba, Jamaica, Puerto Rico y otras islas menores, son la puerta de entrada al “patio trasero” labrado a cañonazos, acuerdos y dólares por el imperialismo estadounidense después de la Guerra de Secesión (1864).
En 1986, una revolución popular derribó la dictadura de 32 de la dinastía de los Duvalier. Baby-Doc, pichón regordete aprendiz de dictador, hijo de Papa-Doc, instauraron una de las tiranías más sangrientas del Caribe y Mesoamérica. Sin nada que envidiarle en saña a las de Somosa en Nicaragua, Trujillo en Dominicana o la de los mismísimos márines en Guatemala tras el derrocamiento del nacionalista Jacobo Arbens en 1956.
El historiador y escritor haitiano exiliado en Caracas hasta 1986, Antoine de Leloux, hizo la crónica de los expulsados del país y los asesinatos registrados entre 1959 y 1979 y la cuenta le dio un tercio de la población entre las víctimas. Sólo Guatemala, Uruguay, Paraguay, son ejemplos cercanos en esa proporción de macabra destrucción poblacional.
En todos los casos, el gobierno norteamericano fue el principal actor. Los segundos fueron los políticos y regímenes lacayos, proyanquis, conformados por grandes y medianos oligarcas de la tierra, la exportación, importación y el negociado sucio de la banca y las armas: todos pegados a sus respectivos Estados en calidad de generales, administradores, presidentes o empleados altos de las multinacionales norteamericanas, francesas y de otros imperios menores.
Una de las marcas de aquellos hechos, es que tanto la intervención (directa o discreta) de EE.UU., como el sostén interno (burguesía más burocracia militar), tuvieron como enemigos a gobiernos, movimientos y líderes nacionalistas, aunque pocas veces esos nacionalismos quisieron –o pudieron– llevar sus propios programas hasta el final, excepto en Cuba en 1959.
Una de las novedades de la culminación de la actual crisis haitiana, es que tanto el presidente que se va y su partido Lavalal, como los jefes del gobierno que llega tras la insurrección, entran y salen de la mano del mismo imperialismo que los patrocina, financia, sostiene, maneja... y cuando se desgastan los echa.
A finales de los años 80 le pregunté al joven salesiano Aristide, en una reunión política en Caracas, por qué no atacaba al gobierno norteamericano en sus informes, y esto me respondió entre palmada y sonrisa: “Es que es nuestro enemigo y nuestro amigo al mismo tiempo”. 10 años después de aquella conversación, Aristide se convirtió en Presidente de Haití, bajado en cincho de un buque del Pentágono, al amparo de las Naciones Unidas. Ese día entendí quién era el amigo del amigo, pues el enemigo siguió siendo el mismo, antes y después de Aristide.
El Representante Demócrata Charles Rangel, denunció el domingo 29/02 que “Este gobierno (se refiere al de su coterráneo Bush) está detrás del golpe que derribó a Aristide”. Señala como responsables de la operación haitiana a dos especialistas en golpe de Estado en este hemisferio: Roger Noriega, 2° al mando en Pentágono, y Otto Reich, uno de los jefes de la CIA.
Debe ser verdad, vistos estos tres hechos: Dejaron caer al presidente, inmediatamente enviaron las tropas y no hicieron nada para frenar a los rebeles armados del norte. Si faltaba alguna confesión de parte, este domingo Guy Pillippe, jefe militar rebelde declaró: “Aguardamos a las tropas norteamericanas e internacionales” (IPS).
Las aguas haitianas sobre Venezuela
Los dos funcionarios denunciados por Charles Rangel, Noriega y Reich, fueron –y siguen siendo– piezas clave en la escalada desestabilizadora que estamos presenciando en Venezuela. Existe documentación fotográfica y testimonial que ubica a estos personajes en el centro de la conspiración que sobrevuela en Venezuela. La última prueba fue la reunión detectada en la ciudad de San Cristóbal, al lado de Colombia, entre hombres de la Embajada de EE.UU. y los jefes de la oposición (ver: aporrea.org del 27 de febrero 2004) No es casual, entonces, que desde hace tres semanas se haya comenzado a hablar del “efecto Haití”. Una suerte de prolegómeno político y militar de la ansiada caída del régimen nacionalista de Hugo Chávez.
En la prensa de Miami, Dominicana y Centroamérica, lugares de residencia de la “contra” venezolana, se insiste en el “efecto Haití”, como si quisieran arrimar, al costo que fuere, las turbulentas aguas haitianas sobre las playas caraqueñas. Así lo denunció el diputado chavista venezolano, Nicolás Maduro, de la Fuerza Bolivariana de Trabajadores: “Quieren aprovechar la desestabilización de Haití para generar escenarios parecidos en nuestro país”.
Es más claro cuando ellos mismos lo dicen y sobre todo, lo hacen. Salas Romer, uno de los 47 jefes de la oposición venezolana, pero no el menos importante, dijo este domingo 29 a CNN: “Ya estamos cansados de protestar pacíficamente sin resultados” (según versión de la corresponsal de la CNN en Caracas, Ligimat Pérez).
Pero no es lo mismo Haití que Venezuela. Aristide fue agente cristiano de los yanquis y de la ONU, se desgastó porque no quiso resolver ninguno de los problemas sociales y políticos de Haití. Pero eso no era posible. Ningún país oprimido puede solucionar nada mientras mantenga las ataduras cuasi coloniales al Estado yanqui o a cualquier otro imperialismo. Los rebeldes que echaron a Aristide no podrán remediar nada por las mismas razones.
Lo que vimos en Haití no fue una revolución. Como dice Charles Rangel, el Representante Demócrata, fue un golpe militar. Si las masas no salieron a defender a Aristide y una parte acompañó al rebelde Guy Phillippe, fue por cansancio, desesperación, y por esa mezcla de confusión e impotencia que lleva a la autoderrota que sufren los oprimidos cuando no cuentan con un instrumento propio, abandonados entre dos fuerzas igualmente proimperialistas.
En Venezuela sucede lo opuesto. La “contra” venezolana y sus mandantes en el gobierno de Estados Unidos, quieren derrocar a Chávez (“al costo que fuere”) porque representa un régimen y movimiento nacionalista de izquierda y simboliza en la conciencia de las mayorías populares, el proceso revolucionario que éstas protagonizan desde “el Caracazo” (1989).
Las aguas turbias del “efecto Haití” llegaron a Venezuela, efectivamente, pero en vez de echar a Chávez del poder, se convirtieron en pancartas anti imperialistas.
Denuncian el golpe contra Aristide, por ser un gobierno elegido democráticamente. Denuncian la ocupación militar de los yanquis, la OEA y la ONU y rechazan a las bandas de matones de los rebeldes de Guy. Es un golpe del imperialismo contra un presidente desgastado, puesto por ellos mismos.
Esto es lo que se puede ver a través de las pantallas en las pacartas levantadas en la concentración masiva del chavismo en Caracas este domingo. Pero también en Georgia (EE.UU.), donde la inmigración haitiana se concentró por miles para denunciar el golpe militar-internacional en Haití.