-Mami, cómprame un helado-
-No “mi’jo”, ahorita no-
-Anda, mami, no seas maluca conmigo-
-Ya te dije que no, mi amor-
-Pero mami…-
-¡Ya te dije que no!, ¡Y NO ES NO!... no seas impertinente-
El muchacho agacha la cabeza y mira a su madre de reojo. Se ha quedado sin el helado, pero ha aprendido una lección invaluable. A su corta edad, acaba de descubrir el límite de la razón, esa región donde el pensamiento muere en una figura circular que no admite mas discurso: NO ES NO.
Cuando el muchacho ha perdido la batalla por el helado, cuando ha quedado derrotado por el ejercicio reiterado de autoridad de la madre, que no por sus dotes de convicción, queda listo para incorporarse al mundo adecuadamente castrado para el pensamiento crítico.
Cuando crezca acatará resignada y hasta gozosamente las consignas que le vengan de arriba. La mamá será sustituida simbólicamente por Globovisión o cualquier otra fuente de certezas.
El niño agazapado en el inconsciente del adulto –de alguna manera hay que llamarlo- será alimentado, guiado y protegido por la nueva madre virtual -la televisión-, desde cuya pantalla idiotizante, el Grán Hermano de Orwell le repetirá diariamente la orden nutricia, la orden tranquilizante: NO ES NO.
Con esta consigna sedante, el sujeto quedará relevado de la penosa necesidad de pensar por cuenta propia. Solo tendrá que repetir hipnóticamente los tres monosílabos que le identifican con el rebaño de las manitas blancas –NO ES NO-
Lo mismo da si se le ofrece aquel helado que le negaron en su tierna infancia o el sagrado derecho constitucional de elegir a sus gobernantes. En cualquier caso repetirá un NO ES NO automático, sonámbulo y si fuera preciso, agresivo, pues para eso ha sido programado.