El hombre que, en la montañosa selva, tiene que desplazarse continuamente asediado por el ejército contra el cual combate, sabe como nadie cuánto pesa la carga que debe llevar. La calcula gramo a gramo. Todo peso inútil lo desecha. No hay lugar para el lujo o los objetos innecesarios.
Y sin embargo el guerrillero lleva en su morral varios libros de poesía. Y no sólo eso sino que en las noches, cuando puede o le viene en gana, va copiando en un cuaderno verde algunos poemas de sus autores más cercanos: Neruda, Guillén, Vallejo, León Felipe.
Son tesoros para el alma del que pelea. Pero no copia en su cuaderno únicamente poemas políticos, tal como pudiera pensarse, Por el contrario, la mayoría no lo son.
Hay allí por su parte una valoración absolutamente pura y legítima de la poesía. La poesía por sí. La poesía como un río de extrañas aguas o verdades que va atravesando la vida.
Nuestro guerrillero tiene un nombre. Se llama Ernesto Guevara.
Le dicen Che.
Ahora, cuarenta y tantos años después, en un país en Revolución, algunos funcionarios culturales critican, con sonrisa burlona, la “excesiva edición de poesía”. Dicen que eso hay que revisarlo. Pretenden ser más radicales que los demás.
En su ignorancia y su izquierdismo pantallero se olvidan de muchas cosas. Y entre ellas, se olvidan de Florentino y el Diablo.
Pobres tontos burócratas. No entienden nada.
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