Me gustaría regalarle a Marta Harnecker unas flores. Pocas y silvestres.
De las más hermosas que pueda conseguir.
Aunque tal vez carece de importancia que no sean exactamente silvestres.
Pudiéramos tomarlas de una lata de aceite convertida en maceta en la ventanita de un rancho. O de un rincón de por allí, al borde de una cancha improvisada en un cerro, en donde juegan unos niños a no se sabe qué, con una alegría que no se sabe de dónde viene.
Me parece que esas flores pudieran gustarle más.
En todo caso, un puñado. Media docena de flores para que las coloque en un vaso sobre su escritorio. Y que representen un humilde homenaje a su persona.
Una por su inteligencia, que se ha demostrado siempre aguda, incisiva, permanentemente renovada y abierta (como debe ser) a la duda creadora, a la reflexión sin ataduras.
Otra por su compromiso con los pobres de la tierra. Compromiso de vida que no ha abandonado ni un instante.
Otra por su lealtad con los movimientos y procesos sociales en nuestra América, que nunca serían los mismos sin ella, sin su acompañamiento.
Otra por sus aportes a la teoría revolucionaria, como pensadora y como divulgadora.
Otra por su voluntad, tenacidad, constancia, persistencia, o como quiera que se llame eso que Marta tiene y con lo que a veces recordamos que nada es fácil, que todo necesita un gran esfuerzo.
Otra por su sensibilidad que la ha hecho quien es.
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