Nuestra relación con el religioso jesuita, reverendo padre, Juan Vives, siempre se sucedió en eventos: en actos contra el Plan Colombia o en la liturgia concelebrada, a propósito de cumplirse un aniversario más del cruel asesinato de Monseñor Romero, por ejemplo.
La partida, ya octogenario, de Juan Vives ha convertido su obra en imperecedera. Particularmente por su proclama: al proceso bolivariano es menester acompañarlo de manera profética. Nada de lisonjería. Nada de gobiernero. La crítica ha de ser acertada y contundente. Sin dudar, en momento alguno, que este proceso encarna, de alguna manera, el planteamiento católico y de resuelto compromiso social: la opción preferencial por los pobres. Este sería el punto de encuentro entre la Revolución y la Iglesia Católica, que somos todos los bautizados. Se trata de una verdadera comunión con los más necesitados; los excluidos, los pata en el suelo, los desdentados. Ni más ni menos. Otro camino constituye un pecado social. Modus faciendi, el de esta jerarquía eclesiástica católica.
La opción preferencial por los pobres, parece haber sido olvidada por la jerarquía católica, rancia y reaccionaria. La opción preferencial por el conspire. Eso lo dice el mote que le colocaron los militares golpistas al Cardenal: Zamuro Negro. El camino de cierta jerarquía católica ha sido la opción preferencial por los apátridas; la opción preferencial por la oligarquía. La opción preferencial por Mefistófeles. Lastimeros históricos.
Si algunos católicos hemos experimentamos pena ajena, ante las conductas de esa jerarquía católica, hemos sido quienes ejercemos un apostolado cultural, de resuelto compromiso con la religiosidad popular y de franca teología liberadora. La postura de la jerarquía católica ha pasado de dar pena a dar asco. No solicitamos el apoyo al proceso ni menos al gobierno. Su postura ha debido ser de equilibrio. No. Traicionan al Pueblo: a los pobres. En todo caso, han debido fustigar a unos y a otros. Fracasaron como guías espirituales y como políticos pusieron la cagada. Anunciación: de la pena ajena al asco. Consummatum est.
La última vez que nos tropezaríamos con el religioso sería en el aeropuerto nacional. Su destino Carúpano. El nuestro Barinas. Nos hablaría con entusiasmo y fe desbordada. El tema sería el petrolero. Estados Unidos consumen el 26 por ciento de la energía del mundo derivada del oro negro. El padre Vives llega a Venezuela en los albores de la dictadura de Pérez Jiménez. Más de medio siglo en estas tierras de origen y de gracia. Su apostolado ecuménico nos habla de la tolerancia y de un coloquio permanente. Sin miedo a las diferencias pero cultivando espacios para el encuentro y el diálogo.
Otro de los aspectos de su vida estaría relacionado con el Apostolado de la Paz. Empero, una paz que se conquista y construye desde la realización plena de la justicia. La paz desde la dádiva acomodaticia o desde la filantropía de las migajas distaba mucho de ser la postura conceptual-filosófica y de fe del padre Vives. Y, quizás, por ello abrazó la Teología de la Liberación. La conquista de la paz, en cualquier sentido que quiera asumirse, pero sobre todo en su particular dimensión social, es inherente, también, al logro de la justicia y ambas requieren de un vital proceso de liberación del hombre. Una redención espiritual; una dignificación social. La sociedad del amor, la llamaría Su Santidad Juan Pablo II.
El padre Juan Vives significó la sonrisa del Pueblo; el acompañamiento profético; el riguroso compromiso social; la fe a toda prueba y la permanente construcción de la Iglesia cotidiana. Un católico de resuelta praxis ecuménica; un pacifista de clara visión de la justicia revolucionaria. La herencia del reverendo padre Juan Vives, sacerdote jesuita, se resume en aquella lapidaria sentencia de fe y compromiso: No le tengamos miedo al amor.
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