La lucha contra la corrupción, el caiga quien caiga que ha proclamado Nicolás Maduro y que el 8-O fue presentado ante la AN bajo la formalidad contenida en la Ley Habilitante, son la capa y la espada que le permitió, y en cierta medida también al país bolivariano, revertir la corriente golpista de la derecha amarilla. Es un hecho que Maduro y el Gobierno han asumido como uno de sus ejes fundamentales la eficiencia de la gestión, mediante la participación del pueblo en la calle y sus líderes, con sus anhelos de organización social buscando materializar el legado de Hugo Chávez.
Esta radicalización de Maduro fue prefigurada en la campaña presidencial que cerró con su triunfo en abril de este año, en medio del duelo por la partida de nuestro líder, la terrible intoxicación mediática a la que ha sido sometido el pueblo, la campaña de descrédito sobre su nacionalidad y, sobre todo, la de su legitimidad presidencial.
Una mirada al funcionamiento político de las instituciones del Estado y de los partidos políticos son, entre otras, pruebas de lo anunciado por el Presidente el 8-O: " O estamos en la vanguardia de la nueva ética revolucionaria o no estamos en nada".
Así cómo la Ley Habilitante ejercida con coraje revolucionario por Hugo Chávez en el 2000, que desplomó las ilusiones de continuidad de la oligarquía cuarta republicana y del gran capital internacional, llevándolos a precipitar el golpe de Estado de 2002, esta nueva solicitud de poderes especiales contiene visos subversivos hacia el interior de la institucionalidad actual, la cual está entrampada en las costumbres y modos operandis de la vieja política con trazas de diversos colores.
Estamos obligados a repensar, pero también a actuar desde las entrañas del monstruo que habita en los escritorios, ese que moja y se deja mojar la mano.
Adelante Presidente, dé el sacudón.