De las pocas veces que no he protestado la pantallería oficial, esta del caso de los hermanos mineros en Chile tuvo una razón muy especial. Tantas vidas de por medio, me obligaron a abstraerme de la parafernalia carnestolenda que el gobierno de Sebastián Piñera armó para el rescate. Preferí concentrar mi atención, en el derecho a soñar con que el final sería feliz para los 33 explotados y sus respectivas familias. La cosa fue tan impactante, que desde todas partes del mundo el mandatario suramericano recibió palabras de reconocimiento. Hasta el gobierno nacional, en voz del mismísimo Hugo Chávez, expresó su satisfacción por el resultado del operativo que ameritó la inversión de 20 millones de dólares. Ha sido tal la resonancia del desenlace, que ahora las agencias de comunicación reportan a diario accidentes en el mundo de la minería en buena parte del orbe. Sirvió el escenario para “descubrir” que, hasta bajo tierra, el capitalismo es implacable.
En el caso específico del mandatario del Sur, no me sorprendió la parafernalia montada. ¿Es de extrañar que lo haya hecho? ¿Acaso el liberalismo no suele jugar, literalmente hablando, con el dolor ajeno? Desde la estricta lógica del egoísmo humano y sus miserias, ¿iba Piñera a pelar ese boche? Todo le salió tan bien, que ahora México reaviva la tragedia de 75 mineros quienes atravesando una situación similar no corrieron –hace 4 años- con la misma suerte. “Pudieron haberse salvado” declaró el familiar de uno de los desgraciados. Sebastián es, pues, la sonrisa que paga por estos días.
Ahora nuestro deber es fijar más los ojos en Chile, en ese Chile aún presa de la sombra mortal y tenebrosa de Augusto Pinochet a quien el mandatario respeta sin la más mínima vergüenza como quedó en evidencia el sábado cuando de manera infeliz en Santiago declaró a la revista The Time: “Chile será recordado y reconocido no por Pinochet…”, “olvidando” que la justicia de su país está en mora con miles vidas sacrificadas durante 17 años desde 1973.
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