El 27 de febrero de 1989 como sabemos, constituyó el punto de apoyo del que ameritaba la revolución bolivariana, atascada por diversas circunstancias. Como sucede con las movilizaciones sociales –espontáneas como estas y también con las planificadas- cárcel, hospitales y cementerios fueron el destino de algunos de sus protagonistas. Fue a partir de ese supremo suceso de aquella vez que la impronta del cambio llegó para quedarse.
Carlos Andrés Pérez, fallecido en Miami el 25 de diciembre de 2010, –desde la cúpula de la derecha de entonces- encabezó la represión desatada contra el pueblo que derramó la sangre en aquella gesta. Hubo así, desde el lado gubernamental, un capítulo que poco se menciona y que es importante no descuidar por el grado de sadismo sicológico del que estuvo blindado.
Sucedió sobre la tarde-noche del primero de marzo y el amanecer del dos. Las balas y la prisión no garantizaban la quietud de las masas y debido a ello “desde los laboratorios de la DIM”, como se afirmó, emergió la diabólica tesis: los barrios saquearán a los barrios. Paralizados quedamos en Catia. Pasó igual en otros sectores, supongo. Durante una interminable noche, en el barrio Mario Briceño Iragorry en Propatria “esperamos” a los vecinos de Nueva Tacagua. Las armas, las claves y contraclaves, la logística y el pánico, reinaron. “Cuando vean a alguien que no sea de aquí, hay que sonar los postes y le caemos entre todos”, fue la orden general.
CAP logró su cometido. Congeló de esa manera cualquier asomo de extensión de la revuelta. Cierto es, hasta donde sé, que aquella jugada no dejó lesiones físicas aunque sí emocionales. Barrios enteros se odiaron recíprocamente durante tortuosas horas. Humillante y detestable medida oficial para acallar la protesta caraqueña al paquetazo diseñado por el Fondo Monetario Internacional para nuestro país. Tampoco por este crimen pagó Pérez, a quien por cierto deseamos la paz que no supo dar a los pobres.
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