Hasta ese día, el sistema imperante creyó dominarlo todo. El consumismo, básico sustento ideológico, hizo de las suyas durante décadas. Sus artífices jamás creyeron que algún día arribaría el principio del fin como entonces ocurrió cuando hombres y mujeres, con sorpresiva espontaneidad, se encargaron de girar la llave dentro de la cerradura de la historia.
El 27 de febrero de 1989 ellos y ellas lograron torcer el brazo al sistema obligante. Cierto es que nuevamente acudieron a las tiendas, a muchas para hacerse de productos de primera necesidad, y también de buena cantidad de otros que no lo eran, pero – qué importante– sin pagar ni esperar vuelto. Era el momento de gritar alto para retar al capitalismo humillante, fiero animal salvaje que mortalmente herido empezaba a rumiar.
Los medios de comunicación, con la televisión al frente, intentaron transformar aquella justificada explosión humana en burdo reality show. Sin proponérselo, se convirtieron en efectivo motivador para la convocatoria al asalto general. Si las masas le fueron siempre obedientes, ¿por qué no en aquel histórico instante? “Vean como saquean, vean como se llevan todo”, se escuchaba a través del opio colectivo salido de las pantallas que mostraban rostros sonrientes en veloz escapada.
Era la concreción de la venganza popular, del despertar de las conciencias que no se amilanaron ante el rugir de fusiles y tanques de guerra operados por desorientados soldados.
El sistema cayó en su trampa: a partir de allí poco le valieron los baratos bombos y platillos siempre empleados para sojuzgar a las mayorías. A partir de allí los amaneceres se levantaron sobre un radiante y prometedor futuro que no poca sangre, cárceles y cementerios costaron.
Hace 22 años las proclamas de Miranda, la astucia de Bolívar, la firmeza del Che Guevara y las melodías de Alí Primera se tomaron de la mano para salir a guerrear con la firme promesa de regresar sólo cuando la tarea esté concluida.
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