En octubre se cumplieron 10 años del capítulo conocido como la Toma de la Plaza Altamira. La acción fue otra de las desarrolladas por la ultraderecha y el imperialismo en 2002 para derrocar a Hugo Chávez del poder y en consecuencia, violentar la decisión del pueblo venezolano de llevarlo –con el poder de los votos– a la Presidencia el 6 de diciembre de 1998.
Una década después de aquella cosa llega uno a dos conclusiones. La primera: la operación nunca tuvo sustentos firmes, por lo que hoy parece salida de la improvisación de un laboratorio MADE IN USA que buscó el premio gordo sin arriesgar mucho. La segunda, consecuencia de la anterior: nació condenada al fracaso.
Al revisar el documento que nos hace llegar el colega Gilberto Rivero, autoría de generales y almirantes títeres de la contrarrevolución y protagonistas de aquel acto de traición a la patria, nos convencemos de algo más: nunca jamás fueron tan débiles, ideológicamente hablando, los argumentos empleados para pretender acuñar las simpatías de una población que en honor a la verdad observó aquellos toros desde la barrera. Veamos.
Arguyeron que interpretaban “el sentimiento existente en la nación” y que “el gobierno del presidente Hugo Chávez ha hostigado y perseguido a la Iglesia, a las fuerzas sindicales, a los medios de comunicación social, a las organizaciones cívicas, al empresariado y a los partidos políticos”.
También, que el “gobierno –que ha cometido crímenes de lesa humanidad” y que “ha triplicado la pobreza en este país, liquidando programas sociales” y se incurría en “asesinato de comunicadores sociales”.
El texto –como se supone– es más amplio e igualmente escandaloso que obliga a una muy básica interrogante: ¿qué gobierno sobre la faz de la tierra aguantaría dos horas de estabilidad en caso de que semejantes acusaciones fuesen ciertas?
El resultado de la elección presidencial del pasado 7 de octubre parece darnos la respuesta.
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