En un tipo de civilización como el nuestro, cuyos rasgos principales nos hacen víctimas del consumo exacerbado y de la irracional explotación de los bienes comunes de la naturaleza en función de las ilimitadas ganancias a obtener por las grandes corporaciones capitalistas, no resulta ilógico admitir que éste tendría que desaparecer históricamente, dejando tras de sí una estela de consecuencias y situaciones catastróficas sólo anticipadas por algunos estudiosos y cultores de la ciencia-ficción. Ahora ya son escasas las personas que defienden a ultranza este tipo de civilización (hecho a imagen y semejanza de los intereses capitalistas), con argumentos serios que rebatan la convicción extendida respecto a la necesidad urgente de otro mundo posible, libre de los paradigmas actuales. Así, mucha gente sabe y entiende que una gran parte de las causas del cambio climático tienen su origen en el modelo civilizatorio basado en el extractivismo
desconsiderado de ingentes recursos naturales perecederos (principalmente, petróleo), la obsolescencia programada de muchos productos electrónicos y la satisfacción inducida -gracias a la manipulación mediática constante- de necesidades artificiales o superfluas que mantienen activo el ciclo de consumo. A este paso, sería necesario disponer del equivalente a dos o tres planetas Tierra para darle continuidad a este mismo modelo civilizatorio.
Tal como lo advierte el reconocido sociólogo argentino Atilio Borón, “las consecuencias de esta sobreexplotación de los bienes comunes son también ya claramente perceptibles: las cada vez más frecuentes guerras por los recursos (agua, petróleo, etcétera), masivas migraciones ocasionadas por la crisis ecológica, hambrunas, enfermedades y otras tragedias humanas, todas las cuales tienen un impacto desproporcionadamente grande sobre los pobres y sobre las naciones de la periferia del sistema capitalista”. Algo que ha influido, por ejemplo, en la deforestación indiscriminada de amplias extensiones de bosques y selvas tropicales en procura de la pasta de celulosa para fabricar papel, a lo cual se une el avance creciente de la actividad agrícola y ganadera, sin incluir la construcción de viviendas, lo que ha causado desequilibrios permanentes en el hábitat natural. Y todo ello para complacer y sostener los patrones de consumo, derivados o
copiados de Estados Unidos, que tienden a arropar al mundo entero sin pensar en el destino final de la basura generada gracias a los mismos.
Por consiguiente, la sobrecarga ecológica de la Tierra sólo pudiera aliviarse si se produjera, primeramente, una toma de conciencia ecologista a escala planetaria, con inclusión de los gobiernos; luego, si se pusiera en marcha una verdadera revolución postcapitalista, profunda y extendida, que partiendo del ámbito individual abarcara todos los órdenes que le sirven de bases fundamentales al modelo civilizatorio contemporáneo. Además, es importante también la debida comprensión del peligro de extinción que nos asedia cada día de persistir la demencia depredadora del capitalismo, la cual debiera motivarnos a todos los seres humanos a vernos como una sola humanidad en vez de seguir separados por fronteras de cualquier índole; éste sería entonces el inicio y una plataforma esencial de esta revolución inexcusable.