Hasta la llegada de Karl Marx, se ignoró el valor de la fuerza de trabajo; cuando se la vendía, se valoraba al portador, al esclavo, por ejemplo, pero no a la fuerza de trabajo empleada por este, y mucho menos al trabajo que con su uso pudiera realizarse.
Paradójicamente, al propio trabajador se le hace difícil valorar su trabajo y mucho más difícil le resulta valorarse a sí mismo como persona. Hasta ahora, esta valoración ha quedado al arbitrio del comercio, de los compradores de fuerza de trabajo y de trabajos. A tales efectos, la ley de la oferta-demanda de mano de obra suple cualquier apreciación subjetiva que pudiera tener un artesano, un profesional o un asalariado.
Usualmente, los precios de la fuerza de trabajo y de los trabajos realizados por ella y por este concepto vienen manejándose según clasificaciones convencionales de vieja práctica, pero no existen balanzas fuera del mercado para estos cuerpos.
Para un trabajador, pagar en servicios personales no le molesta dentro de ciertos límites de tiempo, y sus esfuerzos puestos en práctica no tienen el peso del dinero que le tocaría pagar en su defecto por tal o cual mercancía.
Por esa razón, un asalariado está dispuesto a recibir cualquier monto salarial por cualquier jornada prudencialmente establecida, pero está lejos de pesar el monto de su salario cuando lo emplea en su cesta básica. En estos casos, más habla de carestía de los precios que de la baratura de su salario. Los ajustes de salario que se ve obligado a reclamarle a su patrono, los solicita el trabajador cuando la reducción de su poder adquisitivo hace crisis, pero aun en estos casos, termina creyendo que logró sacarle más dinero a su patrón, pero no reconoce que es su trabajo, su mano de obra la que ha estado subvalorada.
Para el siervo del manor o de la gleba medioeval, trabajarle al "señor" su buena mitad de la jornada semanal sin remuneración en cambio tenía tan poco peso para él como el que tenían el trabajo o las mercancías que podría sacarle a su parcela ya que ese trabajo suyo, no aparecía en ningún mercado etiquetado con precio alguno. El "señor" le cedía la tierra a cambio de protección personal frente a terceros, y de trabajar media jornada en la parcela del cedente, pero no podía apreciar cuánto valían esos servicios suyos prestados para sí ni los prestados al terrateniente.
Tan poco se valora el trabajo de la mano de obra, que suele hablarse de favores recibidos o prestados con motivo de una que otra actividad laboral. Y esta desvaloración es tal que la mayoría de los asalariados termina creyendo que sus patronos le "dan trabajo", le hacen el favor de ayudarlos, de entrar en su nómina semanal de pago, porque de lo contrario se morirían de hambre o mendigarían, o robarían.
Cuentan que los a primeros obreros petroleros, reclutados fuera de las instalaciones, y a quienes se la pasaban la semana en los campamentos, les importaba muy poco perder la paga de una que otra semana antes de perder el autobús que los devolvía a sus casas para recogerlos el próximo lunes. Para esos trabajadores, perder el sobre de pago valía tampoco como el trabajo que habían realizado durante la semana en cuestión. Desde luego, inferimos que contaban con ciertos ahorros derivados de salarios previos.