Cuando Hugo Chávez llegó al poder, detonaron los mil diablos. Venezuela empezó a humear porque justamente este hombre y sus propuestas apuntaron a la remoción de las viejas estructuras del poder establecido. Y humeó no porque cuando se mueve una estructura enterrada levanta polvo, sino porque, literalmente el país se convirtió en un polvorín de guerra. Demonios y fantasmas enquistados desde eras seculares apuntaron su encono contra lo que se esbozaba hacia el porvenir.
Aquello viejo que debía morir, cansado de su propia prosperidad, viciado en su propio sistema, se rebeló hasta los huesos contra la novedad y gritó “¡Comunismo!”, preocupado realmente por su propia persistencia. Y aquello se dispuso a la guerra, con todas las fuerzas de su propia decadencia, conscientes aún de que sus fuerzas eran las fuerzas convencionales del mundo, grandes y poderosas, por tanto. El mundo se llamaba progresista, capitalista, civilizado, del lado derecho y político de la vida, bueno y establecido, mundo por tanto de aquello que tendría que resistirse al menguamiento. Y aquello, ellos, el mundo, declaró la guerra, y así ha sido como, desde entonces hasta su muerte, Chávez se enfrentó al mundo y Venezuela fue sumida en los efectos desoladores de la guerra. O se era aquello, aunque contrito y decadente, o no se era nada.
El viejo Erasmo apuró su café en el bulevar de Sabana Grande, mirando a la gente pasar con su ruido monocorde de lluvia. Miraba también el rostro cetrino del mesonero y no terminaba de preguntarse si había o no pertenecido a aquella generación última comedora de perrarina, el grado final de indignidad en la que se había sumergido la mayor parte de la población, postrada por la miseria antes de la llegada de El Comandante. Tenía todos los visos: originario de una barriada, tics en el comportamiento propios de algún desarreglo alimentario o nervioso, la tonalidad verde de la piel, consecuencia del vil enviciamiento etílico e inducido de las barriadas, efluvio inequívoco de un hígado averiado.
─Tráigame agua, por favor ─le dijo, aprestándose para la partida.
Pero aquello que se moría, como un viejo aristócrata acostumbrado a que el mundo brillante es suyo, no miraba los pozos de oscuridad de su propia caída, sino que lo atribuía al comunismo y rebelión por doquier como factores de corrosión del orden sagrado del mundo. Ver a una familia comer perrarina no tenía nada de aberrante en tanto la aberración se explicaba por la ineptitud de los padres para, en esclavitud, procurar el bien a los suyos. Había amos, buenos y malos esclavos, y se ascendía desde el mal hacia el bien. De allí aquellos buenos ejecutivos del sistema, eximios esclavos, a quienes a cuentagotas se les prestaba las riendas para ejercer por un momento la conducción de alguna empresa. Tal era la estructura del mundo, sistema esclavista, capitalista por antonomasia, donde el pequeño porcentaje de la aristocracia dejaba, en su criterio, acariciar el mundo y la libertad a las mesnadas, mundo y libertad que les pertenecía.
─Son Bsf. 1.000 ─le dijo el mesonero verde─. Un café grande, un agua mineral, porcentaje… Muchas gracias.
Ni comunismo ni socialismo, sino maduración del mundo, cambio de era, de sistema político mundial, de paradigma, en virtud del cansancio del sistema mismo para sostenerse en su cénit de crecimiento, cansancio sobremanera en las vigas fundamentales de sostén de dicho sistema, la gente explotada, los esclavos, la gente a secas, los pueblos. Como se cayó la antigua e ingente Roma, incapaz de su propio peso, se cae el sistema capitalista mundial, y sus sustantivos y adláteres, incapaces de miradas autoapocalípticas, hablan de recesiones, crisis, comunismos, socialismos y resolución de problemas a través de las inveteradas guerras. Fallas en las vigas, incapaces de sostén, pero jamás en el opulento peso que le hacen sostener. Es decir, el sistema debe ser el sistema a cómo de lugar, la normalidad preconcebida, preestablecida, el hábito, el pasado, historia y antihistoria... No insurgió Chávez como socialista ni comunista: las circunstancias en Venezuela ya lo eran.
Dejó un billete de BsF. 50 sobre la mesa, sintiendo el remordimiento de apoyar al sistema con semejante comportamiento; pero lo hizo con excepción sincera por el joven de hígado estropeado, el come-perrarina, para ayudarlo aunque sea con un grano. Se levantó y echó una mirada hacia el viejo reloj de La Previsora: 10:00 de la mañana, días de mayo y lluvia, con frío; y miró el largó río de humanos fluyendo en ambos sentidos, unos hacia plaza Venezuela, otros hacia Chacaíto. Se enrumbó hacia este último sentido, pero, justo antes de poner un pie fuera de la sombra del techo del café, oyó a sus espaldas:
─¡Viva Chávez! ─y al voltear se encontró con el mesonero de hígado roto recogiendo el plato de la propina con desprecio, dejando caer el billete al suelo. El viejo Erasmo se fue dolido, con la revolución de las ideas estallándole dentro de su cabeza, carcomido por la indignación al pensar que lo que faltó fue que el mesonero le hubiera leído el pensamiento y también dicho:
“─A mucha honra, sí, viejo, ¡comí perrarina!”