Querido Che: Pasaron muchos años desde que la CIA te asesinó en las selvas de Bolivia, el 8 de octubre de 1967. Tú tenías, entonces, 39 años de edad. Pensaban tus verdugos que al enterrar balas en tu cuerpo -después de que te capturaron vivo- condenarían tu memoria al olvido. Ignoraban que, al contrario de lo que ocurre con los egoístas, los altruistas jamás mueren.
Los sueños libertarios no pueden confinarse en jaulas como pájaros domesticados. La estrella de tu boina brilla más fuerte, la fuerza de tus ojos guía generaciones por las veredas de la justicia, tu semblante sereno y firme inspira confianza en los que combaten por la libertad. Tu espíritu trasciende las fronteras de Argentina, Cuba y Bolivia y, llama ardiente, aún hoy inflama el corazón de muchos.
Cambios radicales ocurrieron en estos 36 años. El Muro de Berlín cayó y enterró el socialismo europeo. Muchos de nosotros sólo ahora comprendemos tu osadía al señalar, en Argel -en 1962-, las grietas en las murallas del Kremlin, que nos parecían tan sólidas. La historia es un río veloz que fluye sin ahorrarse obstáculos. El socialismo europeo intentó congelar las aguas del río con el burocratismo, el autoritarismo, la incapacidad de extender a lo cotidiano el avance tecnológico auspiciado por la carrera espacial y, sobre todo, se revistió de una racionalidad economicista que no sentaba sus raíces en la educación subjetiva de los sujetos históricos: los trabajadores.
Quién sabe si la historia del socialismo no sería otra hoy si hubiesen prestado oídos a tus palabras: "El Estado a veces se equivoca. Cuando ocurre una de esas equivocaciones, se percibe una disminución en el entusiasmo colectivo debido a una reducción cualitativa de cada uno de los elementos que lo forman y el trabajo se paraliza hasta quedar reducido a magnitudes insignificantes: es el momento de rectificar".
Che, muchos de tus recelos se confirmaron a lo largo de estos años y contribuyeron al fracaso de nuestros movimientos de liberación. No te oímos lo suficiente. Desde Africa, en 1965, escribiste a Carlos Quijano -del semanario Marcha, de Montevideo-: "Déjeme decirle, con el riesgo de parecer ridículo, que el verdadero revolucionario está guiado por grandes sentimientos de amor. Es imposible pensar en un revolucionario auténtico sin esa cualidad".
Algunos de nosotros, Che, abandonamos el amor por los pobres que, hoy, se multiplican en la patria grande latinoamericana y en el mundo. Dejamos de guiarnos por los grandes sentimientos de amor para ser absorbidos por estériles disputas partidarias y, a veces, hicimos de amigos enemigos, y de los verdaderos enemigos, aliados. Minados por la vanidad y por disputar espacios políticos, ya no traemos el corazón encendido por las ideas de justicia. Ensordecimos ante los clamores del pueblo y perdimos la humildad del trabajo de base y, ahora, esbozamos vagas utopías para juntar votos.
Cuando el amor se enfría, el entusiasmo disminuye su pasión y la dedicación decae. La causa, como pasión, desaparece, al igual que el romance entre una pareja que ya no se ama. Lo que era "nuestro" suena como "mío" y las seducciones del capitalismo minan los principios, transmutan valores, y si aún proseguimos en la lucha es porque la estética del poder ejerce mayor fascinación que la ética de servicio.
Tu corazón, Che, latía al ritmo de todos los pueblos oprimidos y expoliados. Peregrinaste de Argentina a Guatemala, de Guatemala a México, de México a Cuba, de Cuba al Congo, del Congo a Bolivia. Saliste todo el tiempo de ti mismo, incandescente por el amor que, en tu vida, se traducía en liberación. Por eso podías afirmar con autoridad que "es preciso tener una gran dosis de humanidad, de sentido de justicia y de verdad para no caer en extremos dogmáticos, en escolastismos fríos, en el aislamiento de las masas. Todos los días es necesario luchar para que este amor por la humanidad viva se transforme en hechos concretos, en gestos que sirvan de ejemplo, de movilización".
¡Cuántas veces, Che, nuestra dosis de humanidad se resecó calcinada por dogmatismos que nos inflaron de certezas y nos dejaron vacíos de sensibilidad sobre los dramas de los condenados de la Tierra! ¡Cuántas veces nuestro sentido de la justicia se perdió en escolasticismos fríos que proferían sentencias implacables y proclamaban juicios infamantes! ¡Cuántas veces nuestro sentido de la verdad se cristalizó en un ejercicio de autoridad, sin que correspondiésemos a los anhelos de los que sueñan con un pedazo de pan, de tierra o de alegría!
Tú nos enseñaste un día que el ser humano es el "actor de ese extraño y apasionante drama que es la construcción del socialismo, en su doble existencia de ser único y miembro de la comunidad". Y que éste no es "un producto ya acabado. Los defectos del pasado se trasladan al presente en la conciencia individual y hay que emprender un continuo trabajo para erradicarlos". Quizá ocurra que nos ha faltado subrayar con más énfasis los valores morales, los estímulos subjetivos, las ansiedades espirituales. Con tu agudo sentido crítico cuidaste de advertirnos que "el socialismo es joven y tiene errores. Los revolucionarios carecen, muchas veces, de conocimientos y de la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea de desarrollo del hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales, pues los métodos convencionales sufren sometidos a la influencia de quien los creó".
A pesar de tantas derrotas y errores, tuvimos conquistas importantes a lo largo de estos 30 años. Movimientos populares irrumpieron en todo el continente. Hoy, en muchos países, están mejor organizados las mujeres, los campesinos, los trabajadores, los indios y los negros. Entre los cristianos, una parte sustancial tomó la opción por los pobres y engendró la teología de la liberación. Extrajimos considerables lecciones de las guerrillas urbanas de los años 60, de la breve gestión popular de Salvador Allende, del gobierno democrático de Maurice Bishop, en Granada -masacrada por las tropas de Estados Unidos-, del ascenso y caída de la revolución sandinista; de la lucha del pueblo de El Salvador. En Brasil, el Partido de los Trabajadores llegó al gobierno con la elección de Lula; en Guatemala, las presiones indígenas conquistaron espacios significativos; en México, los zapatistas de Chiapas impusieron un nudo a la política neoliberal.
Hay mucho por hacer, querido Che. Preservamos con cariño tus mayores herencias: el espíritu internacionalista y la revolución cubana. Una y otra cosa hoy se intercalan como un solo símbolo. Comandada por Fidel, la revolución cubana resiste el bloqueo imperialista, la caída de la Unión Soviética, la escasez de petróleo, los medios que intentan satanizarla. Resiste con toda su riqueza de amor y humor, salsa y merengue, defensa de la patria y valoración de la vida. Atenta a tu voz, desencadena el proceso de rectificación, consciente de los errores cometidos y empeñada -atendiendo las dificultades actuales- en volver realidad el sueño de una sociedad donde la libertad de uno sea la condición de justicia del otro.
Desde donde estás, Che, bendícenos a los que comulgamos con tus ideas y tus esperanzas. Bendice también a los que se cansaron, se aburguesaron o hicieron de la lucha una profesión en beneficio propio. Bendice a los que tienen vergüenza de confesarse de izquierda y de declararse socialistas. Bendice a los dirigentes políticos que, una vez que dejaron sus cargos, nunca más visitaron una favela o apoyaron una movilización. Bendice a las mujeres que, en casa, descubrieron que sus compañeros eran lo contrario de lo que proclamaban afuera, y también a los hombres que luchan por vencer el machismo que los domina.
Bendice a todos los que, frente a tantas miserias que debemos erradicar de nuestra existencia, sabemos que no nos queda otra posibilidad que convertir corazones y mentes para revolucionar sociedades y continentes. Sobre todo, bendícenos para que, todos los días, seamos motivados por grandes sentimientos de amor, a modo de tomar el fruto del hombre y de la mujer nuevos.
Traducción: Rubén Montedónico (especial para La Jornada, México)
Publicado en La Jornada, México, 11 de octubre de 2003