También conocido como soroche, la disminución de oxígeno en la sangre puede detonar efectos muy curiosos y, por supuesto, devastadores. Quienes no han pasado por el proceso de aclimatación a las alturas son víctimas fáciles de este peligroso estado mental y físico capaz de alterar la percepción, llegando en casos extremos a provocar una especie de “apagón” en el cerebro.
Las alturas del poder tienen similares características. La pérdida de los alimentos esenciales para garantizar un trabajo eficiente de las neuronas –en este caso, la sensatez y la humildad- actúa de manera artera, disimulada y progresiva, creando una ilusión de realidad allí en donde no hay nada más que vacío y confusión. Quien se monta en esas nubes alcanzando rápidamente las mayores elevaciones, ni siquiera se da cuenta de cómo su sentido de la realidad ya no es más que un mareo capaz de anular su capacidad de reflexión.
Este mal agudo de montaña en el escenario político es prácticamente inevitable en los ámbitos tradicionales, en donde un cierto personaje se monta en un partido político ad hoc financiado por otros -partido por supuesto carente de una plataforma ideológica sólida que sirva de sostén a sus propuestas- y de la noche a la mañana se encuentra flotando lejos de sus electores y rodeado por un círculo estrecho y hermético de “asesores” bien entrenados en el arte de hacer cumplir los compromisos con quienes financiaron la fiesta.
Esto no es un cuadro exclusivo del subdesarrollo, como solemos categorizar a nuestros países. También sucede de manera casi idéntica en aquellas naciones desarrolladas de las cuales dependen las decisiones más importantes en el escenario mundial. Esta percepción, alterada por la excitación provocada por la certeza de poseer el poder, desemboca en acciones basadas en un conocimiento sesgado del entorno pero, por encima de todo, por la íntima satisfacción de incidir, para bien o para mal, en el curso de la Historia.
Se podría decir de la mayoría de gobernantes que, en lugar de vivir una realidad real, viven una realidad virtual. Es decir, una simulación de la realidad, solo que esta ha sido diseñada por quienes han adoptado el papel de guardianes con el objetivo de sostener un sistema caduco y clientelar de gobierno, el cual de otro modo caería en pedazos.
En la época actual, no parece posible construir un entarimado diferente en las relaciones gobierno – sociedad. Los términos están dados por esos nudos de poder cuya principal misión es, precisamente, conservar los viejos principios de una verticalidad casi dictatorial desde las alturas decisorias. Desde esos conceptos moldeados a la fuerza para encajar con la modernidad se define algo parecido a la democracia con la cual soñamos.
Los retortijones del sistema, sin embargo, no desembocan en la transformación del modelo. Así vemos cómo los gobiernos del continente –por mencionar a los más cercanos- practican juegos de prueba y error totalmente contradictorios con sus compromisos de campaña y lo hacen amparándose en una autoridad legal de discutible legitimidad si nos remitimos a los principios democráticos a los cuales afirman responder.
Un paseo por la pradera para respirar un aire pleno de oxígeno y así recuperar el sentido real de las cosas, es la receta para esos personajes lejanos y ajenos que rigen nuestro destino. Salirse del anillo nefasto que los engaña y compromete para establecer un contacto real, directo y honesto con quienes viven en esa realidad real a la que tanto parecen temer los habitantes de las alturas.