Los ciudadanos de ese país eran proclives a creer en la existencia de héroes inmortales y hombres que se volvían dioses en batallas imposibles. Por eso se impresionaron tanto con el discurso del candidato. Lleno de símbolos libertarios e ideales de justicia, donde la defensa de la Patria era más importante que la vida misma. Con su victoria pudo entrar al palacio presidencial, acomodarse en el suntuoso sillón y así sentir que todo eso lo estaba esperando desde el mismo día en que nació.
Se aferró al poder de tal forma que ya no pudo vivir sin el. Y hasta llegó a pensar que sólo él y ningún otro, podía hacer algo en ese país. Podía acomodar lo torcido y construir una república moderna y autosuficiente. Y quizás, en pocos años, lograr el reconocimiento de la comunidad mundial de su condición de súper potencia. Pero transcurrido el tiempo, la gente comenzó a experimentar un panorama distinto. Las encuestas diagnosticaron una enfermedad mortal. Y la popularidad pasó a ser un dulce de trufas que nunca volvería a devorar.
Qué magia me ayudaría influir en la gente, pensó. Cómo puedo manipular sus voluntades para lograr la victoria electoral.
Aplicó los artificios usados por reyes del pasado: hizo fiestas, trajo músicos de varias partes del mundo, distribuyó licores hasta emborracharlos, pero ya nadie le tenía confianza. Su forma de administrar las riquezas era confusa y despilfarradora. El país ya no era el mismo y todos endecharon los años en que solían caminar por las calles con seguridad y un corazón lleno de esperanza.
El gobernante arremetió con sus tropas. Y todo aquel que se negaba a seguirlo lo exiliaba o arrojaba en calabozos. Otros corrieron la suerte de la sangre y no había camino libre de cuerpos. Pero un rey milenario llegó para resolver el problema. Le dio un ejemplar de su invento que lo llevaría al éxito. Una prodigiosa máquina capaz de cosas impensables.
No reveló sus misteriosos componentes, sólo le mostró cómo se usaba y para qué servía. Cada año debía hacer pasar a todo ciudadano por ella, sus cerebros serían escaneados y unos residuos inteligentes se alojarían en el área de autonomía y convicciones lógicas. De allí en adelante, las mentes serían vulnerables y altamente manipulables. El presidente se arrojó al abrazo del viejo rey y aceptó lo que pedía: nada menos que el noventa por ciento de las riquezas del país. Así fue que pudo gobernar durante veinte años sobre hombres despojados de su propia capacidad de decidir.
Al finalizar del bienio, la máquina necesitó renovación de su software, muy costosa por cierto, tan costosa, que el mandatario tuvo que sacrificar el diez por ciento que quedaban de las riquezas. El viejo rey complacido lo guardó en su banco personal y envió una comisión de sus mejores técnicos.
Dos décadas más tarde, la máquina volvió a dar problemas, y su oficial mayor le llevó el parte. En lugar de enviar cartas, emisarios o llamar por esos sofisticados teléfonos que siempre le causaron mala espina. Se presentó personalmente frente al viejo rey, y con mucho sentimiento le dijo que necesitaba su ayuda, sólo que en esa ocasión no podía pagarle. El viejo lo miró un rato en silencio y luego soltó una sonora carcajada. –Claro que sí puedes pagarme, coleguita, le dijo. Tu tierra es muy rica y existen fortunas dentro de ella que ni siquiera imaginas. Lo único que voy a pedirte, por favor, antes de darte mis técnicos, es que tú mismo pases por el escáner, así estaré más tranquilo.