Hubo varios montajes de agresión en la Av. Baralt el día 29, un día después de las elecciones presidenciales, en medio del esfuerzo de la oposición venezolana para incendiar el país con protestas y desconocimiento de resultados electorales. Algunas decenas de motorizados se distribuyeron a lo largo de la avenida y, con sus rugidos y rápidas piruetas, hicieron correr a la población. Ya con la zona “tomada” para sus fines, gritando consignas de ir a Miraflores y derrocar al tirano, ensayaron varias tomas con sus actores y cámaras, deliberadamente en sitios donde los residentes de apartamentos pudieran no solo observarlos, sino grabarlos con sus teléfonos.
La película comenzó cuando unos presuntos colectivos progubernamentales aparecieron en el sitio para repeler a los insurrectos antichavistas. Una de las tomas consistió en el asesinato de un descomunal gordo de camisa blanca, quien aparece boca abajo en las imágenes despidiendo un contrastante chorrito de sangre (destáquese la franela limpísima y el desproporcionado hilillo de sangre); la otra, en el despojo de las pertenencias de un ciudadano a punta de pistola, mismo que protestaba cívicamente en la calle.
La segunda escena la contempló a boca de jarro un conocido opositor de unos de los edificios, llamado Monasterios en alusión a un humorista venezolano que gustaba erotizar sus escritos. La combinación de erotismo y humor le calzaba espléndidamente debido a que tuvo fama de seductor desastroso: conquistaba a las féminas, pero luego éstas huían espantadas al corroborar que el hombre tenía un miembro viril en extremo pequeño.
Desde su balcón vio cómo golpeaban al “inocente” marchista para robarle su morral, donde llevaba un paquete de harina de maíz, otro de arroz y una bolsa húmeda rojiza, presuntamente carne. Sus gritos estremecieron sus fibras y las claras palabras “¡Es la comida de mis hijos!” aplastaron su sensibilidad.
De inmediato se retiró del balcón, pero no supo qué hacer en concreto. Su esposa, tan perturbada políticamente como él, lo miró con impotencia.
─ ¡Ya pasará, mi amor! Todas esas injusticias algún día serán castigadas.
No resistió más. Tenía un deseo inmenso de llorar y su corazón, aprisionado entre sus carnes grasosas, saltaba con violencia. Se dirigió con decisión hacia la puerta, ocultando el rostro a su mujer: la calle lo llamaba, le susurraba de mil modos dentro de su ser, hablándole a los múltiples quijotes que durante ese momento apremiaban a su alma. Había que hacer algo, desfacer entuertos. Pero al sentir el dintel sobre su cabeza, se detuvo: era peligroso y preparado no estaba para prescindir de la dulzura y solidaridad de una mujer como su esposa.
Lo meditó, besó con emoción de guerrero en calma a su mujer, se bañó y, finalmente, se sentó frente al computador, escribiéndole a los grupos WhatsApp del Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP) y al grupo administrativo de su edificio:
“─Yo, X. Monasterios, por medio de la presente, no pudiendo seguir viviendo en medio de la indignación de un régimen de porquerías y latrocinio, como lo demostró el domingo con el robo de las elecciones, y no pudiendo recibir ningún tipo de beneficio procedente de tales monstruos que acaban de quitarle la comida de los hijos a un indefenso hombre que ejercía su derecho de protesta en la calle (¡lo vi con mis ojos!), renuncio irrevocablemente a la bolsa de alimentos CLAP y a los miserables bonos de la patria que me asignan.”