El proceso revolucionario venezolano posee la característica de que, a pesar de que nace de una ruptura con la política que le precedió, conserva aún (y no podía ser de otra manera) varios elementos que constituyeron la base de aquella forma de política. El Estado, a pesar de sus varias adecuaciones, continúa considerandose – conceptualmente – como un instrumento para la transición. No obstante, su modo constituyente y su manera de funcionar, siguen siendo las mismas que era hace casi diez años.
Precisamente, en la constitución del Estado queremos referirnos al tema de la administración pública. En primer lugar, la administración pública es necesaria para la materialización de una política de gobierno, lo cual significa que sus integrantes deben ser, a su vez, agentes de esa política. Sin embargo, para ello hace falta que los servidores públicos se encuentren impregnados de cierta “ideología” que los lleve a colocarse no solamente a disposición de la función pública, sino – sobre todo – al servicio de un proceso de transformación de la sociedad venezolana. Este tipo de ideología no se encuentra, por supuesto, en la mayoría de nuestras Universidades.
Ahora bien, ¿cómo puede ser el modo de organización que lleve al servidor público a convertirse en instrumento de un proceso de cambios?. Tomemos el ejemplo de una organización de cuadros, en la cual los papeles están bien definidos y existe muy poco cuestionamiento sobre los medios y los fines. Ésta tiene como ventaja que sus integrantes se encuentran firmemente convencidos de la idea que los mueve (y aparece la convicción, y no el interés, como “motor interno”). Además, su estadía en la organización debe ser concebida como un proceso de formación política, pero también técnica, para que sus integrantes superen el estadio meramente instrumental y puedan asumir funciones administrativas una vez que madure su formación.
En la administración pública, en cambio, la adscripción se realiza por medios técnicos. Sus integrantes son asimilados principalemente por su cualificación académica, y la preparación ideológica y su adhesión al programa se deja por sentada. En la administración, donde existe un cuestionamiento práctico (no teórico) de los fines y de los medios desiganados, la función se ejerce principalmente por interés económico personal.
Esto nos lleva a pensar que la función pública que tiende a la materialización de un proyecto de gobierno, debe entenderse también como un proceso de formación permanente, en el cual los individuos puedan asimilar el trasfondo del proceso que se ha activado. De esta manera se podrá mejorar la calificación política-ideológica de las personas que están llamadas a tomar decisiones sobre los recursos del Estado. El resultado no sería otro que el de individuos ganados por convicción a la transformación de la sociedad y del Estado mismo.
II.
Los lentos cambios de la función pública ha tenido la consecuencia de que la transformación revolucionaria se entiende sobre todo a nivel de la superficie y no de la estructura. Y una revolución consiste precisamente en un cambio de estructura. Equivalen a cambios de superficie – y no de estructura:
Preferir la rotación de personalidades en las organización de administración, antes que cambiar esas organizaciones.
Dejar paso a las aspiraciones personales de individuos que utilizan recursos e influencias ganadas en instituciones (en las cuales fueron admitidos gracias a su cualificación académica, formados en nuestras atrasadas Universidades), para que accedan a la dirección de las organizaciones que deben representar a los genuinos intereses de la Revolución.
Inclinarse, conciente o inconscientemente, al ascenso social de una pequeña burguesía acomodada al color del partido.
La aberración del llamado “chavismo sin Chávez”, desde la perspectiva de clases, no es otra cosa que el deseo de perpetuar la transformación de la superficie, manteniendo las estructuras que hicieron posible el auge del sistema de élites y convirtiéndolas en pivote de la dominación sobre el Pueblo.
Los funcionarios formados técnica e ideológicamente en nuestras Universidades, colonizadas desde hace tiempo por modos de pensar reaccionarios, aunque pudieran ser actores importantes en la transformación de la estructura, no serán tampoco los actores definitivos. Impulsar procesos de educación popular y abrir las viejas formas de la administración a las bases sociales se hace necesario para forzar el período de transición en el que nos encontramos para llegar al “Estado como instrumento del Pueblo”. Esto es lo que sugiere el imperativo de formar, técnica e ideológicamente, a los verdaderos integrantes de los colectivos populares.