En verdad lamento no poder dar crédito al discurso de Calderón. Siento pena al verlo desgañitarse tratando de convencer que su estrategia anticrimen es correcta y que, algún día, se recuperarán la paz y la tranquilidad en mi querido México. De manera inusual, Calderón firma como autor de un documento de justificación y explicación de la referida estrategia, incluso con “algunos derechos reservados” según reza su publicación en la página de Internet de la Presidencia. Este martes dio un mensaje en cadena nacional con el mismo objetivo. Está desesperado en el intento de cambiar la percepción del público que cada día se muestra más escéptico en relación al tema. Ya lo había advertido en su gira por Europa, cuando dijo que la batalla contra el crimen organizado se estaba ganando, pero que la de la percepción de la opinión pública registraba resultados negativos. Me recuerda al fulano aquel que circulaba en contrasentido en el viaducto, al que solamente se le ocurrió pensar que todos los demás circulaban en sentido contrario. A Calderón lo único que se le ocurre es que la opinión mayoritaria, incluida la de los estudiosos del tema, está equivocada; que su verdad es la única verdadera; la verdad de los demás es mentira. Parece ser una muestra más del talante intolerante del que fraudulentamente ocupa la residencia presidencial.
Pero, haciendo a un lado los prejuicios, quisiera poder creerle. Creo que los mexicanos estamos ayunos de certeza; más aún en tratándose de un tema tan sensible como lo es el de la seguridad. No avanzo ni centímetro en el intento; la voluntad de comprender se me agota ante la incoherencia: el afán de terminar con la inseguridad pasa necesariamente por terminar con la corrupción gubernamental, en lo general, y en la administración de la justicia, en lo particular, y no encuentro por ningún lado alguna acción eficaz para acabar con ella. No se puede exigir honestidad a los subordinados, si la corrupción campea en el que manda. Pueden realizarse miles de depuraciones en las policías y aplicarse otras miles de pruebas de confiabilidad, que no pasará nada si la impunidad impera entre las cabezas, comenzando por la mera principal.
El discurso pudiera contener planteamientos correctos pero, de entrada, me molesta que se priorice la preocupación por la imagen internacional, por encima del real sufrimiento de las familias mexicanas. No es un dislate, sino la expresión del pensamiento del autor: el riesgo de ver afectado el proceso de venta del país a la inversión extranjera. Calderón se solaza con las palmadas al hombro que le dan en el extranjero; le place que lo califiquen de valiente y le otorguen distinciones que le reconocen su contribución al fortalecimiento del gran capital internacional. Ante el canto de las sirenas, hace oídos sordos al clamor de los mexicanos que exige inteligencia en el combate. No se vale dárselas de héroe, cuando se dirige la batalla desde una burbuja de seguridad personal; cuando la sangre que se derrama es la ajena. Así, hasta yo soy valiente.
Ante la abrumadora cifra de casi 30 mil muertes violentas en lo que va del sexenio, se pretende justificar diciendo que la mayoría corresponde a la guerra entre los cárteles de la droga y bajando la apreciación de las muertes de civiles inocentes al nivel de “daños colaterales” inevitables. ¿Qué tal que fueran sus familiares los de la colateralidad? Desde luego, si el combate se practica a balazos en las calles, siempre habrá alguien a quien le salpique un poco de metralla. El objetivo táctico de la acción es la muerte del enemigo, no de otra forma puede operar un soldado; el portador de un arma oficial se convierte en juez y dicta la pena de muerte sin mayor trámite. La justicia y el derecho se hacen a un lado y se impone el estado de la ilegalidad. No puede combatirse la ilegalidad desde la ilegalidad misma.
Por más que se esfuerce en tratar de hacer creíble su discurso, Calderón no puede borrar la historia. Nadie puede olvidar que su régimen es, cuando menos, cuestionado y que, en tal circunstancia, el primer acto de gobierno se fincó en la fuerza de las bayonetas, cuando la resistencia a su imposición fraudulenta estaba en las calles. No podría entenderse de otra forma la presencia del ejército fuera del cuartel, por más que intente justificarla en el combate a la delincuencia. Tampoco resulta creíble el discurso cuando apela a la legalidad y la viola cotidianamente. Menos creíble resulta el discurso, cuando toda la propaganda oficial está plagada de mentiras que ya casi nadie cree. ¿Cómo creerle a Calderón? si decreta la extinción de Luz y Fuerza del Centro retorciendo la legalidad y dejando en la miseria a 44 mil trabajadores y, al mismo tiempo, asegura que se han creado miles de nuevos empleos. Cómo creerle que se defiende la soberanía entregando el país a los intereses del extranjero. No alcanzarían mil páginas para enumerar la retahíla de mentiras. ¿Así pretende que le creamos en su guerra al crimen organizado?
Tan fácil que hubiese sido el recuento de los votos en la elección del 2006. Cualquiera que hubiese sido el resultado habría legitimidad en el gobierno, aún con Calderón como presidente. El costo de no haberse encarado con honestidad lo estamos pagando todos los mexicanos. La sospecha de fraude se convirtió en convicción y la gobernabilidad en ficción. Jamás podrá olvidarse.
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