Nueva Constitución: ¿acto de paz o invitación a la guerra?
La Carta Constitucional colombiana actual, con dos décadas de
aplicación a cuestas, entró en vigor en el marco de un conflicto armado
de raíces indiscutiblemente socioeconómicas, políticas y culturales. El
conflicto, que data desde el final de los años 50 y surge de la llamada
violencia liberal-conservadora, tuvo como telón de fondo la llamada
guerra fría entre dos bloques: el conformado por los países de
occidente, liderado por la superpotencia Estados Unidos y el que reunió a
los países de la cortina de hierro, liderado por la superpotencia Unión
Soviética. Esta guerra, cuyo desarrollo fue en los escenarios regional y
nacional, fue en verdad una guerra en caliente y así se expresó con
mucha virulencia en todo el subcontinente americano. Botones de muestra
los encontramos a granel en América Central y Suramérica, al igual que
en África, Asia y Europa oriental.
El conflicto se
alimentó de unos basamentos o insumos ideológicos y políticos derivados,
por un lado, del estado de seguridad occidental, y especialmente
norteamericana, y de su remanente o subproducto: la Doctrina de la
Seguridad Nacional; por otro lado, de todos los matices doctrinarios de
la perspectiva socialista y comunista. A partir de estas fuentes, sin
desconocer las influencias de la idiosincrasia y la cultura política
propia, abrevaron respectivamente las fuerzas en conflicto. En efecto,
el Estado colombiano diseñó su estructura gubernamental, militar,
educativa, psicológica, legislativa y represiva, bajo los dictados de
guerra concebidos desde el Pentágono con instrucción en la Escuela de
las Américas. Por su parte, la insurgencia armada y desarmada se surtía
del producido literario ideopolítico de la Unión Soviética, la China y
la Albania comunista y de los intelectuales marxistas de occidente.
Sobre estos presupuestos se edificaron dos proyectos de sociedad para
Colombia que hasta hoy se hallan tranzados en una larga lucha en la que a
veces prima la iniciativa política y en otras ocasiones el énfasis se
coloca en la lucha militar.
El proceso que produjo la
actual Constitución política coincide con la caída del muro de Berlín y
con él, la del llamado socialismo realmente existente, lo que debió
haber traído como corolario la terminación del mismo o por lo menos una
notoria distensión, si la dependencia del conflicto colombiano de la
Unión Soviética fue de la magnitud que por mucho tiempo se anunció. A
juzgar por la realidad, resulta incontestable que la dependencia de la
Unión Soviética no era del tamaño que se creía, lo que llevaría a
sostener que para la época la insurgencia colombiana, como el mismo
conflicto armado, ya contaba con una dinámica propia y unas estrategias,
si no autónomas, sí con mucha posibilidad de aplicación,
independientemente de la existencia del referente internacional, en este
caso, el bloque socialista.
Si el proceso constituyente hubiese
sido un acto de paz, como insistentemente se repite, sin lugar al
mínimo de dudas hoy no se estaría hablando de guerra, sino del período
de postguerra y (re) construcción. El corolario del acto constituyente
no fue exactamente la paz, sino el escalamiento de la conflagración,
pues (quizá) este esfuerzo, sin desconocer su importante avance de
reconocimiento teórico en materia de derechos fundamentales, no fue en
realidad un ejercicio incluyente o lo fue apenas de forma parcial. De
los tantos escaños con que contó la Asamblea Constituyente, ni uno solo
fue para las fuerzas insurgentes que continuaban en la lucha armada. A
la sazón, la parte del Ejército Popular de Liberación, EPL, liderada por
Francisco Caraballo, quien no aceptó el pacto propuesto por el gobierno
nacional, la Unión Camilista Ejército de Liberación Nacional, UC-ELN,
las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia Ejército del Pueblo,
FARC-EP y otros grupos menos reconocidos pero que en todo proceso deben
tenerse en cuenta. Tampoco tuvieron allí un lugar decoroso los
movimientos que ya se encontraban en franco proceso de dejación de las
armas, como fue el caso del Comando Indigenista Quintín Lame y el
Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT. La Constituyente
entonces no fue firmada como acto de paz por quienes al momento de su
promulgación se hallaban enfrentados, sino por las fuerzas otrora
opositoras que ya el Estado había derrotado militar y políticamente y
por las fuerzas legitimantes y defensoras del establecimiento. Esta
característica excluyente anuncia la tendencia altamente represiva que
se avecinaba para los disidentes políticos del orden fijado en la Carta
lanzada como Constitución de 1991.
Dicha tendencia no tuvo
en la constituyente solución de continuidad, sino tal vez una corta
pausa que luego de la expedición de la Carta Política arreciaría;
recuérdese que la dejación de las armas por parte del Movimiento 19 de
Abril, M-19, se produjo no como un acto consensuado sino como una
rendición, y que el propio Carlos Pizarro León-Gómez, quien lideró la
desmovilización de este grupo, fue asesinado luego de la firma del pacto
de paz. Téngase en cuenta que en la década de los años ochenta, la
guerra sucia como expresión política inocultable del terrorismo de
Estado, exterminó prácticamente los partidos y movimientos políticos
democráticos de izquierda que actuaban en el marco de la legalidad. Este
hecho está registrado en la conciencia y en la historia de la sociedad
colombiana.
El contexto y los antecedentes parecen dejar en
claro que el propósito estatal y de los detentadores del poder en
Colombia, no era hacer del proceso de construcción y emisión de una
nueva constitución un acto fundacional de un tratado de paz nacional
incluyente y progresista, capaz de vislumbrar una sociedad libre del
apremio que fija la guerra y de la más feroz represión desconocedora del
opositor político, de los derechos humanos y de los mínimos
humanitarios, sino adecuar la Constitución y todo el andamiaje de Estado
al orden, los ritmos y las necesidades mundiales de la globalización y,
bajo el urgente y amable cariz de un pacto de paz, apaciguar por lo
menos a una parte de los actores en conflicto, para emprender con más
vigor la nueva fase de guerra. Esta intención se descubre en la
intervención del ministro de Gobierno de entonces, Humberto de la Calle
Lombana (en el seminario Visión latinoamericana de la Constitución
Política de 1991), quien le atribuye al proceso constituyente la misión
de superar la anomia institucional, dada, según sus palabras, por
"cruentos fenómenos de violencia de multiforme expresión superpuestos y
expresados entre sí, en vastas zonas de la geografía nacional, frente a
los cuales se respiraba una sensación de desorden generalizado...".
El
remedio resultó peor que la enfermedad. El instrumento pacificador que
se quiso hacer de la nueva Carta Política no resultó y en cambio y una
vez más la terrible admonición de Darendorf cobró aplicación: "Uno de
los tormentos de la anomia es que ella representa malos presagios para
la libertad. En cuanto persiste, crea un Estado de miedo y pide un
Estado tiránico como remedio. Una vez surgido un problema hobbesiano de
orden, la solución tiende a ser hobbesiana".
La adversidad en la correlación de fuerzas y sus efectos en la nueva Constitución
"...No logramos lo de tener dos indígenas por la jurisdicción especial
en la misma Constituyente, pero un poco la situación misma, la
insistencia que hicimos en términos de eso, logró parar un poco en la
opinión, además que, las comunidades hicieron algunas movilizaciones
también y sin tener el derecho especial, de todas maneras se tuvo dos
indígenas por rotación en la constituyente y eso nos quitó como un
argumento o nos dio un argumento para seguir en el proceso de
negociación. Nosotros entramos a negociar. Cuando la Asamblea
Constituyente se había iniciado, ya teníamos un compañero allá como
constituyente, no pleno sino digamos como asistente..." (Entrevista
inédita a Henry Caballero, miembro del Comando Quintín Lame).
No
debe pasar inadvertido que para la convocatoria de la Asamblea Nacional
Constituyente se utilizó el mecanismo del Estado de sitio, lo que de
suyo hace que el procedimiento no sea el más transparente y legítimo,
por cuanto el Estado de guerra o de excepción, como modernamente se
denomina, ha sido usado para dictar cuantos decretos se han querido para
reprimir las luchas populares y para deslegitimar y criminalizar al
opositor político.
El mismo 9 de diciembre de 1990, día en
el que se produjo la elección de los constituyentes, el Presidente de la
República César Gaviria Trujillo y su ministro de Defensa Rafael Pardo,
ordenaron el ataque a Casa Verde, sede del Secretariado de las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo, FARC-EP, lo
que sin duda constituyó una contradicción en las políticas
gubernamentales de paz, ya que por una parte se daba inicio de un
proceso constituyente presentado por el gobierno como un acto de paz, y
por la otra, se actuaba mediante la guerra contra aquellos con los que
se tendría que hacer la paz. Aún hoy, luego de más de diez años, se
viven los rigores de este craso error político.
La cita que
abre este acápite refleja la adversidad en la correlación de fuerzas que
acompañó durante todo el proceso constituyente a los sectores que
históricamente han sido excluidos de las grandes decisiones en el país y
la favorabilidad con la que contaron en todo el ejercicio
constitucional los sectores que también históricamente han sido los
beneficiarios de la violencia en Colombia. La presencia de la Alianza
Democrática M- 19 en la Constituyente, que ascendía a un importante 30%
de los constituyentes, no logró romper ni quiso distinguirse de la
tenaza formada por el bipartidismo liberal- conservador. Esta
composición, adversa a los anhelos de transformación social, elaboró un
producto de las mismas características, que se registra como sigue:
1.
Un acuerdo político encabezado por el Presidente de la República, César
Gaviria Trujillo, Horacio Serpa Uribe, como representante del Partido
Liberal, el Partido Social Conservador liderado por el desaparecido
Alvaro Gómez Hurtado y la Alianza Democrática M-19, en cabeza de Antonio
Navarro Wolf.
2. Al interior de la Constituyente se
presentó un pacto de exclusión de las minorías, en el cual se dejó de
lado en las determinaciones políticas fundamentales, a por lo menos diez
constituyentes, representantes de grupos cristianos, la Unión
Patriótica y el Partido Comunista.
3. El acuerdo incluyó
convertir en permanentes todos los decretos dictados al amparo del
Estado de sitio, lo que significó un espaldarazo a toda la política
represiva del Estado de aproximadamente 50 años atrás, adobada en
gobiernos bipartidistas, que por supuesto comportó la jurisdicción
secreta. Lo que en la práctica enfrentó la Constitución formal, con una
Constitución real que se ejercitó en el espacio habilitado para legislar
transitoriamente, conocido como Asamblea Especial Legislativa. No sobra
advertir que si la Alianza Democrática M-19 se hubiera opuesto a la
aprobación de estos decretos, el bipartidismo no hubiera podido
imponerlos al menos en ese espacio legislativo. En razón a este acuerdo,
hoy formalmente no estamos en Estado de sitio, pero todas las normas
represivas, violatorias de los derechos humanos que lo caracterizaron
están vigentes por voluntad y acuerdo del bipartidismo con los
movimientos reinsertados reunidos en la Alianza Democrática M-19.
4.
La Constitución de 1991 amplió a la Policía Nacional el fuero penal
militar, lo que implica un franco retroceso en la búsqueda de la
igualdad real ante la ley y en los anhelos de justicia frente a los
grandes crímenes contra la humanidad cometidos por la Fuerza Pública. En
general, la nueva Constitución no sólo deja intacta la estructura de
las Fuerzas Armadas sino que les confiere mayor poder; así como también
la Carta Constitucional, por vía de los artículos 216 y 223, legaliza o
autoriza la vinculación de civiles a la guerra, con lo cual alienta la
conformación de los grupos paramilitares.
5. Con la
inclusión de toda la política neoliberal, específicamente en el artículo
226, la nueva Constitución renunció a la soberanía nacional y le abrió
las puertas a las transnacionales para invadir los mercados, acabar la
pequeña y mediana industria y llevar a la ruina a la producción
agropecuaria.
6. La autonomía de la Rama Judicial, en lugar
de fortalecerse, se debilitó aún más, cediendo al Presidente de la
República, entre otras funciones, el manejo del presupuesto general de
la Rama, el nombramiento de la mayoría de los magistrados que
conformarían la Corte Constitucional (4 de 7), la conformación y
nombramiento del Consejo Superior de la Judicatura (sala
administrativa), la postulación del Fiscal General de la Nación, el
nombramiento de los Directores Regionales de Fiscalía y del Director del
Instituto de Medicina Legal, la postulación del Procurador General de
la Nación y del Defensor del Pueblo. El fortalecimiento y ampliación del
poder presidencial significa que la nueva Constitución construyó una
verdadera dictadura presidencialista enviando, mediante su promulgación,
un mensaje errado a la comunidad nacional e internacional que anunciaba
el fin de la lucha armada en Colombia.
Editado Electronicamenta Por el Equipo NIZKOR derechos Human Rights-dic-02-2002
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