Manifiesto de los Iguales

El documento que, en nombre de la Liga de los Justos, elabora Weitling en 1836, La Humanidad tal como ella es y tal como ella debiera ser, está inspirada en las ideas de Babeuf mezcladas con las utopías de Fourier y Cabet.

Babeuf (1760-1797) es el primer propagandista de un socialismo o comunismo popular, insurreccional, sin doctrinarismo ni retórica, pero utópico, que reclama para el pueblo “libertad, pan, pan bueno; todos los objetos indispensables y necesarios, pero de buena calidad y en abundancia…” Los documentos que dan una idea más exacta de sus concepciones son el llamado Manifiesto de los iguales y su Análisis.

Del Manifiesto de los iguales arranca la conspiración de Babeuf (1796) y sus teorías insurreccionales situadas en el campo de lucha de clases y de la defensa de los intereses de las masas populares. Es raro encontrar en la bibliografía política o social referencias a las doctrinas del gran revolucionario francés guillotinado a los treinta y siete años de edad por querer transformar la sociedad burguesa en una sociedad “comunista”, de acuerdo con sus concepciones idealistas, en la que la igualdad social no fuera un mito, sino una realidad.

Por su interés histórico y por la relación directa que guarda con la creación de la Liga, a continuación dejamos registrado el documento.

Pueblo de Francia:

Durante quince siglos has vivido esclavo y, por consiguiente, infeliz. Desde hace muchos años respiras apenas en espera de la independencia, de la felicidad y de la igualdad.

¡La igualdad! ¡Primer deseo de la naturaleza! ¡Primera necesidad del hombre y primer nudo de toda asociación legítima!

Pueblo de Francia, no has sido más favorecido que las otras naciones que vegetan sobre la tierra desdichada. Siempre y por todas partes, la pobre raza humana, entregada a unos antropófagos, más o menos hábiles, sirvió de juguete a todas las ambiciones, de pasto a todas las tiranías. Siempre y por todas partes se ha dominado a los hombres con bellas palabras: jamás y por ninguna parte se han obtenido las cosas con las palabras. Desde tiempo inmemorial la desigualdad más deshonrosa y horrorosa pesa insolentemente sobre el género humano. Desde que hay sociedades civiles, la más bella dote del hombre es reconocida sin contradicción, pero no se ha podido realizar ni una sola vez: la igualdad no es más que una bella y estéril ficción de la ley. Hoy que se pide con una voz más fuerte se nos contesta: “¡Callad, miserables! La igualdad de hecho no es más que una quimera; conformaos con la igualdad condicional: sois todos iguales ante la ley. Canallas, ¿Qué más queréis?” Legisladores, gobernantes, ricos propietarios, escuchad, a vuestro turno:

Somos todos iguales, ¿verdad? Ese principio queda incontestado, porque no padeciendo de locura uno no puede decir que es de noche cuando es de día.

Pues tenemos la pretensión, en lo sucesivo, de vivir y morir iguales como hemos nacido. Queremos la igualdad real o la muerte; he ahí lo que necesitamos.

Y tendremos esa igualdad real no importa a qué precio. ¡Maldición para los que encontremos entre ella y nosotros! Maldición para quien resista a un voto tan pronunciado.

La Revolución francesa no es más que el postillón de otra revolución mucho más grande, mucho más solemne y que será la última.

El pueblo ha pisado los cuerpos de los reyes y de los sacerdotes coligados contra él: hará lo mismo contra los nuevos tiranos, los nuevos Tartufos políticos sentados en los puestos de los antiguos.

¿Qué queremos, además? La igualdad de derechos.

Queremos no solamente la igualdad transcrita en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la queremos en medio de nosotros, bajo el techo de nuestras casas. Consentimos a todo para ella, a hacer tabla rasa para atenernos a ella sola. ¡Perezcan, si es necesario, todas las artes, con tal que nos quede la libertad real!

Legisladores y gobernantes que no tenéis genio ni buena fe, propietarios ricos y sin entrañas, intentáis neutralizar en vano nuestra santa empresa diciendo:

“Ellos no hacen más que reproducir esa ley agraria pedida más de una vez antes de ellos.”

Calumniadores, callad a vuestro turno, y en el silencio de la confusión, escuchad nuestras pretensiones dictadas por la naturaleza y basadas sobre la justicia.

La ley agraria, o el reparto de los campos, fue el voto instantáneo de algunos soldados sin principios, de algunas poblaciones movidas por su instinto más que por la razón.

¡Tendemos a algo más sublime, más equitativo, el bien común o la comunidad de los bienes! No más propiedad individual de las tierras: la tierra no es de nadie sino de quien la trabaja. Reclamamos, queremos el disfrute común de los frutos de la tierra: los frutos son de todos.

Declaramos no poder soportar más que la gran mayoría de los hombres trabaje y sude al servicio y para el placer de las minorías.

Bastante y demasiado tiempo, menos de un millón de individuos disponen de lo que pertenece a más de veinte millones de sus semejantes, de sus iguales. ¡Que termine, en fin, ese gran escándalo que nuestros nietos no querrán creer! ¡Desapareced, en fin, indignantes distinciones de ricos y pobres, de grandes y pequeños, de amos y lacayos, de gobiernos y gobernados! Que no haya entre los hombres y mujeres más diferencia que la edad y del sexo. Ya que todos tienen las mismas necesidades y las mismas facultades, pues que no haya para ellos más que una sola educación, que un solo sustento. Se conforman con un mismo sol y un mismo aire para todos: ¿por qué la misma cantidad y la misma calidad de alimentos no bastarían a cada uno de ellos?

Pero ya los enemigos de un orden de cosas, el más natural que se pueda imaginar, declaman contra nosotros: “Desorganizadores y facciosos —nos dicen—, no queréis más que matanzas y botín.”

Pueblo de Francia:

No perdemos nuestro tiempo en contestarles; pero te diremos: la santa empresa que organizamos no tiene más propósito que el de poner un fin a las discordias civiles y a la miseria pública.

Jamás ha sido concebido y puesto en ejecución más amplio designio. De tiempo en tiempo algunos hombres geniales, algunos sabios han hablado de él con voz baja y temblorosa. Ninguno de ellos ha tenido valor para decir la verdad entera.

El momento de las grandes medidas ha llegado. El mal se ha colmado: él cubre la superficie de la tierra. En caos, bajo el nombre de política, reina desde demasiados siglos. Que todo vuelva a ponerse en orden y recobre su sitio. Que los elementos de la justicia y de la felicidad se organicen al grito de la igualdad. Ha llegado el momento de constituir la República de los Iguales, ese gran hogar abierto a todos los hombres. Los días de la restitución general han llegado. Familias dolientes, venid a sentaros en la mesa común servida por la naturaleza para todos sus hijos.

Pueblo de Francia:

¡Tenias reservada, pues, la más pura de todas las glorias! Sí. Tú eres el primero que debes presentar al mundo ese espectáculo conmovedor.

Viejas costumbres, viejas prevenciones querrán de nuevo obstaculizar el establecimiento de la República de los Iguales. La organización de la igualdad real, la única que responderá a todas las necesidades, sin hacer victimas, sin costar sacrificios, desde luego quizás no guste a todo el mundo. El egoísta, el ambicioso, se agitan con rabia. Los que poseen injustamente gritaran por la injusticia.

Los goces exclusivos, los placeres solitarios, los bienestares personales producirán vivos pesares a algunos individuos insensibles ante las penas ajenas. Los amantes del poder absoluto, los viles secuaces de la autoridad arbitraria inclinarán con pena sus cabezas orgullosas bajo el nivel de la igualdad real; su vista corta penetrara difícilmente en el próximo porvenir de la felicidad común; pero ¿qué pueden algunos millares de descontentos contra una masa de hombres todos felices y sorprendidos de haber buscado tanto tiempo una felicidad que tenían al alcance de la mano? Desde el día siguiente de esa verdadera Revolución, se preguntaran extrañados: “¿Qué? ¿La felicidad común dependía de tan poca cosa? ¿Teníamos nada más que quererla? ¡Ah! ¿Por qué no la hemos querido antes?” Sí, sin duda; un solo hombre en la tierra, más decidido, más potente que sus semejantes, que sus iguales, y el equilibrio está roto: el crimen y la desgracia están sobre la tierra.

Pueblo de Francia:

¿A qué signo reconocerás en adelante la existencia de una Constitución? La que descansa enteramente en la igualdad de hecho es la única que te puede convenir y satisfacer todos tus deseos. Las cartas aristocráticas de 1791 y de 1795 remachaban tus cadenas en vez de romperlas; la de 1793 era un gran paso dado hacia la igualdad real; nunca se había aproximado tanto a ella; pero no tocaba aún el objetivo y no tocaba la felicidad común, de la cual, sin embargo, consagraba solamente el gran principio.

Pueblo de Francia:

Abre los ojos y tu corazón a la plenitud de la felicidad. Reconoce y proclama con nosotros la República de los Iguales.

*Llevamos siglos reclamando lo mismo, pero continuamos igual.

¡Gringos Go Home!

¡Libertad para Gerardo! ¡Libertad para los cinco héroes de la Humanidad!

Hasta la Victoria Siempre. Patria Socialista o Muerte ¡Venceremos!

manuel.taibo@interlink.net.ve


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Manuel Taibo


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