Aunque tengo 56 años de edad y he pasado por muchas experiencias de todo tipo, no soy capaz de comprender a quienes se alegran de la muerte de Gaddafi. Comprendo más a sabandijas como la Clinton u Obama, que se sienten seguros detrás de sus portaviones y sus bombas de que nunca serán arrastrados por el cuello, como cochinos al matadero, por gente de esas razas inferiores que habitamos al sur del planeta Tierra, ése planeta que tan a disgusto se ven obligados a compartir con nosotros.
Los comprendo porque son perros de presa del sistema capitalista imperial, que ante la crisis financiera que los golpea, nos muestran descaradamente para qué venían gastando la mitad del presupuesto bélico del mundo: para usarlo. Y cómo se financiaban: emitiendo dólares sin respaldo que todo el mundo compraba, pero que, insólitamente, en una actitud insultante para ellos, muchos países comenzaron a rechazar y, peor, hasta a optar por formas diferentes de comerciar internacionalmente, sin pasar por el dólar.
Claro que uno puede comprender a estos desalmados, capaces de pasar de la amenaza al crimen sin parpadear, sea mediante un teatro previo, que le permita a los otros asesinos, que quieren permanecer disimulados, como el presidente de la de la ONU, justificar su complicidad o, sin ningún empacho, simplemente, dar la orden de matar, como Hillary Clinton, ejecutar y, después, exhibir una sonrisa cínica, como quien dice: aquí mando yo y hago lo que quiera.
Estas sabandijas, que no encuentro otra forma de llamarlos y me da pena con las sabandijas, no merecen ni la pisada de Gaddafi en la cara. En cuanto a historia, Gaddafi anunció que la humanidad, en lo político, había pasado por dos etapas, la de los héroes y la de los partidos, y que ahora iba a transitar por la era de las multitudes. Evalúen ustedes si no es eso lo que está ocurriendo, en Europa, Estados Unidos, Chile, países árabes…
La Constitución de Libia, promulgada durante los primeros años de la Yamahiria Árabe Libia, Popular y Socialista, de menos de treinta artículos, consagra el derecho de todo niño a ser criado por sus padres. ¿Pueden las podridas y perversas cabezas de las alimañas, parir una idea tan sublime? Nunca. Dice también esa maravillosa Constitución humanista, que la tierra no puede ser objeto de compraventa. Aquí ya se supera largamente cualquier inclinación filantrópica, que por error pudieran concebir los criminales de la nueva dictadura mundial.
Solamente con esto puedo sustentar mi grito: Honor y gloria eterna a Gaddafi.
S. C. 21-10-11
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