La España de 1808
En esa “Gloriosa” España de cazadores de elefantes de 1808 reinaba Carlos IV, gobernaba su valido (o más bien el de la reina María Luisa) Manuel Godoy, y conspiraba su hijo Fernando, apoyado por su preceptor Escoiquiz y algunos nobles como el duque del Infantado.
El sistema borbónico de centralización de la administración, con sus intendentes y corregidores, no había quebrantado, sino más bien consolidado, el régimen de fragmentación medieval de las regiones.
Godoy, después de haber hecho una guerra impopular y salpicada de fracasos al gobierno de la Revolución Francesa, se alió a Napoleón por el Tratado de San Ildefonso (1796) y ligó la suerte de España a las aventuras de la política exterior francesa. No es éste el lugar para insistir cómo esta alianza costó a España la liquidación de su escuadra en Trafalgar y cómo Napoleón, utilizando las ambiciones de Godoy y la inepcia de la Corte, ocupó Portugal e instaló sus tropas en las plazas fuertes y puntos estratégicos de España. Todo el mundo conoce el motín de Aranjuez (19 de marzo de 1808) que derrocó a Godoy y provocó la abdicación de Carlos IV a favor de su hijo Fernando VII y cómo Napoleón trasladó a Bayona a la dócil familia real, mientras Murat ocupaba Madrid haciendo caso omiso de la Junta de Regencia. Y cómo el levantamiento popular de Madrid, el 2 de mayo de 1808, fue la primera señal de la movilización general del país por su independencia.
Cuando llegó el 2 de mayo de 1808, la mayoría de la oligarquía y del alto clero no ofreció resistencia, el ejército regular permaneció en sus cuarteles… Conocida es la declaración del duque del Infantado a José I: “Los grandes de España —decía—fueron siempre conocidos por su lealtad a sus soberanos, y vuestra Majestad hallará en ellos la misma afección y fidelidad”.
Martínez de la Rosa señala en su obra La revolución actual de España: “Otro fenómeno digno de notarse es que en todas las ciudades, en todos los pueblos, comenzó el movimiento de la insurrección por las clases populares de la sociedad, que parecían las menos interesadas en la suerte de la nación”.
Desde mayo de 1808, la movilización de las energías nacionales adquiere matiz netamente popular. En Asturias, la Junta del Principado se transforma en Junta de Gobierno, bajo la presión de la multitud que invade la sala de sesiones, después de haberse apoderado de 100.000 fusiles del depósito de armas de Oviedo. La Junta declara la guerra a Napoleón y envía una delegación a negociar con Inglaterra. El 30 de mayo se produce el levantamiento en Galicia, y la población se arma con 40.000 fusiles del depósito de La Coruña. El 26 de mayo se produce el alzamiento popular en Sevilla. Se organiza una Junta presidida por el exministro Saavedra —desterrado por Godoy— que se da a sí misma el nombre de Suprema y declara la guerra el 6 de junio. Esta Junta es acatada por las de Córdoba y Cádiz, pero no por la de Granada. En Cádiz, el alzamiento había tenido carácter de inmensa manifestación popular y la oposición del capitán general de Andalucía —Solano— le costó la vida. Las Juntas surgían por doquier: En Santander, Valladolid, Ávila, Salamanca, Badajoz, Murcia… En Zaragoza, después del alzamiento popular que se manifestó en el asalto al castillo de la Aljafería, toma la dirección militar y política D. José Palafox, pero no sin convocar las Cortes tradicionales del Reino (divididas en cuatro brazos) que ratifican su nombramiento de capitán general y designan una Junta compuesta por seis personas.
Mientras tanto, en Madrid, la Junta de Gobierno dejada por el monarca capitula ante Murat, a quien hace su propio presidente. El 14 de mayo, en carta dirigida a Napoleón, aprobaba y solicitaba el nombramiento de José I como rey de España, y el 4 de junio suscribía un manifiesto invitando a las Juntas provinciales a someterse al “héroe que admira el mundo y admiraran los siglos, comprometido en la grande obra de nuestra regeneración política”. El tradicional Consejo de Castilla acató la situación de hecho y sólo osó manifestarse cuando José I abandonó Madrid tras la derrota francesa de Bailen.
El clero, si bien secundó el movimiento, fue raramente su iniciador. Por su parte, la oligarquía fue mucho más vacilante. Baste con recordar que entre los diputados de las Cortes de Cádiz sólo se constataron ocho oligarcas.
Rafael María de Labra subraya así la defección de las clases “superiores” en el momento preciso de ponerse la nación en pie de guerra:
“¿y qué pensar de nuestros satisfechos aristócratas, los hombres del señorío y de la limpieza de sangre, de aquellos títulos y grandes de España, en cuyos nombres parecía resumida toda nuestra esplendorosa historia, de aquellas eminencias de la administración, y del foro, y de la Iglesia, convocadas por Napoleón para su congreso del 15 de junio de 1808, grandes personalidades que, con las señaladas excepciones del marqués de Astorga, el obispo de Orense, el bailío Valdés” y algún otro más que ahora escapa a mi memoria, se prestaron a imitar a los acompañantes de los reyes a Valencay (el duque de San Carlos, el marqués de Ayerbe, el de Feria, Escoiquiz y otros) o como el cardenal Borbón, arzobispo de Toledo, rindieron `los homenajes de su amor, fidelidad y respeto a los nuevos señores de España’ ofreciéndose a ´desempeñar los destinos que les confiriesen´ ya el gran soldado regenerador de la patria española, ya el monarca justo, humano y grande que se llamó José Bonaparte?”
“Pero ¿Para quién son ya una noticia las dificultades, las verdaderas resistencias que los cuerpos legales, que las autoridades constituidas opusieron a la revolución en todas las provincias? ¿Qué hicieron las audiencias de Oviedo, de Valladolid, de Burgos, de Granada y de la misma Sevilla? ¿Qué otros generales más que Castaños en Andalucía y Blake en Galicia se resolvieron en aquel momento? El mismo general Cuesta, ¿cuánto no resistió a decidirse? Pero en fin, ¿no fue notorio que hasta el Cuerpo de Guardia de Corps se ofreció a Murat para que lo empleara donde quisiera a fin de restablecer la tranquilidad pública?”
En realidad, en mayo de 1808 el Estado de la monarquía borbónica había quedado deshecho y el Poder en manos del pueblo. Por primera vez se expresa una conciencia nacional que no está reducida a una minoría de clase, de casta, de sangre o de oficio, que crea las bases de un nuevo Estado, de un nuevo poder. Después de pasados los primeros meses, las clases dirigentes intentaron volver a hacerse con la situación, y en ese sentido actuaron el Consejo de Castilla, la mayoría de la Junta Central y la Regencia.
Es preciso considerar también el desarrollo de la acción militar y sus consecuencias. Al principio, hay un período de batallas que ponen en dificultad al ejército napoleónico. En la llanura andaluza de Bailen, los hombres del pueblo, bisoños, derrotan a las veteranas huestes de Dupont. José I tiene que abandonar precipitadamente Madrid. Al mismo tiempo, las fuerzas francesas fracasan en el primer asedio de Zaragoza y, en Cataluña, la fuerza popular del Somaten y después los miqueletes hostigan de continuo las columnas de las legiones imperiales que osan aventurarse fuera de las plazas ocupadas.
El “milagro” se ha producido. El pueblo español, abandonado de sus dirigentes y casi sin ejército regular, no sólo resiste sino que triunfa en campo abierto.
Napoleón entró personalmente en la Península al frente de un ejército de 90.000 hombres. En 1809 ha conseguido ocupar casi todas las plazas importantes del país y reinstalar a José I en Madrid, mientras que las fuerzas inglesas venidas en ayuda de España se mantienen prudentemente en las inmediaciones de la frontera portuguesa. La incapacidad de acción de la Junta Central (constituida en septiembre de 1808) facilita este dominio francés en batallas de campo abierto. Liberado Napoleón de la atención militar que le había exigido el frente de Austria, tres ejércitos franceses descendieron sobre Andalucía por tres vías diferentes: Villanueva de la Jara, Despeñaperros y Villamanrique. Franqueada Sierra Morena, bajaron por el valle del Guadalquivir hasta Sevilla.
En febrero de 1810, las huestes francesas dieron vista a Cádiz. Pero esta ciudad, donde se hallaban los órganos del poder político el Estado español en lucha, sólidamente protegida por su situación geográfica, sus fortificaciones y las escuadras española e inglesa a la espalda, resistió todos los ataques franceses durante el largo asedio. En cambio el mariscal Suchet consiguió tomar Valencia, no sin larga lucha, última de las ciudades importantes que resistían al invasor. Por cierto, y dicho sea de paso, que el arzobispo de Valencia, que había huido a Gandía durante el asedio, regresó precipitadamente a su sede cuando ésta fue ocupada por los napoleónicos. El clero valenciano y el de ciertas ciudades andaluzas fue el de mayor tendencia “colaboracionista”, tal vez porque Napoleón era para él el hombre que “restauró los altares” en Francia.
He aquí, pues, el segundo aspecto de la lucha militar, que da la tónica de ésta desde mediados de 1809 hasta 1812: la guerra de guerrillas. El pueblo, al tomar las armas nombró sus generales para llevarlos al combate, aboliendo así, de hecho, el privilegio de mandar tropas reservado hasta entonces a la oligarquía. Hombres surgidos de la entraña popular como El Empecinado, mozo de mulas; Mina, el campesino; Manso, el molinero; Jáuregui, el pastor; Francisco Espoz o Joaquín de Pablo, y tantos otros, salidos de la clase más ínfima de la población, ocupaban al final de la guerra de Independencia los primeros puestos en el Ejército, cuyos oficiales, en su mayoría, eran también del pueblo. Y algunos militares consagrados a esta forma popular de lucha, como Porlier, Milans del Bosch, etcétera, figuran entre los jefes más representativos de las innumerables partidas guerrilleras que libraron una guerra sin descanso al invasor, impidieron su consolidación y minaron, a la larga, su capacidad para mantenerse en el país ocupado.
En 1812, la guerra cambió de aspecto. Napoleón seguía sin poder dominar un país en que la jurisdicción de su hermano José no se ejercía más allá del alcance de su artillería. Por otra parte, la campaña de Rusia reclamaba la atención de generales y tropas del Imperio. En esta nueva fase de la guerra, las fuerzas inglesas, al mando de Wellington, se decidieron a desempeñar papel más activo. José I abandonaba Madrid, esta vez para no volver jamás, y Soult tenía que levantar el infructuoso sitio de Cádiz y abandonar Andalucía. La guerra estaba virtualmente decidida, aunque las operaciones militares debían durar aún hasta mayo de 1813.
¿Cuánto tiempo más el pueblo español seguirá soportando a los Borbones?
¡Viva la República!
¡Pa’lante Comandante! Lucharemos. Viviremos y Venceremos.
¡Libertad para los cinco héroes de la Humanidad!
manueltaibo1936@gmail.com