Confieso que me entusiasma la idea de que el conflicto
electoral se resuelva mediante la invalidación de las elecciones y
el nombramiento de un gobierno interino, no sólo por las razones de
justicia que obligan a corregir el cúmulo de violaciones a letra y
el espíritu de la Constitución, sino también por ofrecer la oportunidad
histórica de emprender una reforma de fondo al sistema político por
consenso de las fuerzas políticas, en un marco en que, independientemente
del partido al que pertenezca el interino, la concertación política
y la negociación honesta puedan y deban prevalecer. Para comenzar,
la designación del presidente interino no podrá ser impuesta por un
solo partido, ni siquiera un bloque de partidos, sino que tendrá que
ser resultado de una amplia negociación con participación y el acuerdo
de todos; esto llevaría al desarrollo de una agenda convenida y a abrir
un espacio sin la oposición sistemática capaz de elevar el nivel del
debate parlamentario. Es por ello una oportunidad de excelencia para
recuperar la institucionalidad dañada por el manoseo irresponsable
de los últimos sexenios.
Este es un factor relevante a ser tomado en cuenta
en la decisión que adopte el Tribunal Electoral de la Federación y,
en especial, por quienes verdaderamente toman sus decisiones. La alternativa
aparece clara: un gobierno interino de consenso capaz de sanear o el
caos de un gobierno impuesto a contrapelo de la legitimidad y la honestidad.
A nadie conviene la segunda alternativa, ni siquiera a los intereses
del poderoso vecino; el riesgo del incendio aconseja negociar tanto
a tirios como a troyanos.
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