En el mensaje inaugural de la Asociación Internacional de los Trabajadores, en noviembre de 1864, decíamos: “Si la emancipación de las clases trabajadoras requiere su concurso fraternal, ¿cómo podrán cumplir esa gran misión con una política extranjera que persigue fines criminales, que utiliza prejuicios nacionales y que prodiga en guerras de piratas la sangre y el tesoro del pueblo? Definíamos la política extranjera a la cual se adhería la Internacional con estas palabras: Reivindicar las simples leyes de la moral y de la justicia, que deberían gobernar las relaciones de los individuos privados como las leyes dominan el comercio de las naciones”.
No es nada extraño que Luis Bonaparte, quien usurpó su poder explotando la guerra de clases en Francia y lo perpetuó por guerras exteriores periódicas, desde el principio haya considerado a la Internacional como un peligroso enemigo. En vísperas del plebiscito, ordenó una expedición contra los miembros de los comités administrativos de la Asociación Internacional de los Trabajadores a través de toda Francia, en París, Lyon, Rúan, Marsella, Brest, etc., so pretexto de que la Internacional era una sociedad secreta que participaba en un complot de asesinato contra él; pretexto que bien pronto fue desplegado con toda su absurdidad por sus propios jueces. ¿Cuál era el verdadero crimen de las ramas francesas de la Internacional? Ellas habían dicho al pueblo francés, públicamente y con insistencia, que votar el despotismo dentro y la guerra fuera. Esto ha sido efectivamente su obra: que en todas las grandes ciudades, en todos los centros industriales de Francia, la clase obrera se haya levantado como un solo hombre para rechazar el plebiscito. Desgraciadamente, la balanza ha sido derribada por la pesada ignorancia de las regiones rurales. Las Bolsas, los gabinetes, las clases dominantes y la prensa de Europa celebraron el plebiscito como una gran victoria del emperador francés sobre la clase obrera francesa, y fue la señal del asesinato, no de un individuo, sino de naciones.
El complot de guerra el 19 de julio de 1870 no es más que una edición enmendada del golpe de Estado de diciembre de 1851. A primera vista, la cosa pareció tan absurda que Francia no quiso pensar que era realmente seria. El diputado que denunciaba las declaraciones ministeriales sobre la guerra creía más bien que se trataba de un simple expediente de especulación de Bolsa. Cuando, el 15 de julio, la guerra fue oficialmente anunciada al Cuerpo legislativo, la oposición entera se negó a votar los subsidios preliminares; Hasta Thiers la calificó de “detestable”. Todos los periódicos independientes de París la condenaron, es asombroso decirlo, pero la prensa de provincia se unió a ella casi unánimemente.
Mientras tanto, los miembros de París de la Internacional habían vuelto a trabajar. En el Réveil del 27 de julio publicaron su manifiesto “A los obreros de todas las naciones”, del cual sacamos las siguientes líneas:
Una vez más —decían—, bajo el pretexto del equilibrio europeo, del honor nacional, la paz del mundo está amenazada por ambiciones políticas. ¡Obreros franceses, alemanes, españoles! ¡Que nuestras voces se unan en un solo grito de reprobación contra la guerra!... Una guerra por una cuestión de preponderancia o de dinastía no puede ser más, para los obreros, que un absurdo criminal. En respuesta a las proclamas bélicas de los que se excluyen a sí mismos del impuesto de la sangre y que encuentran en las desgracias públicas una fuente de especulaciones nuevas, protestamos nosotros, que queremos la paz, el trabajo y la libertad… ¡Hermanos de Alemania! Nuestra división tendría por único resultado el triunfo completo del despotismo a los dos lados del Rin… ¡Obreros de todos los países! ¡Sea lo que fuere, en esta hora de nuestros esfuerzos comunes, nosotros, miembros de la Asociación Internacional de los Trabajadores que no conocemos fronteras, os enviamos, como un compromiso de solidaridad indisoluble, los votos y los saludos de los obreros de Francia!
Ese manifiesto de nuestras secciones de París fue seguido por numerosos llamamientos franceses parecidos. De éstos solamente podemos citar la declaración de Neuilly-surSeine publicada en la Marsellaise del 22 de julio:
“¿Es justa la guerra? ¡No! ¿Es nacional la guerra? ¡No! Es puramente dinástica. ¡En nombre de la humanidad, de la democracia y de los verdaderos intereses de Francia, nos adherimos completa y enérgicamente a la protesta de la Internacional y contra la guerra!”
Cualquiera que puedan ser los incidentes de la guerra de Luis Bonaparte con Prusia, el clamor de muerte del Segundo Imperio ha tocado ya en París. Terminará, como empezó, por una parodia. Pero no olvidemos que son los gobiernos y las clases dominantes de Europa quienes han permitido a Luis Bonaparte jugar durante dieciocho años la farsa feroz del Imperio Restaurado.
Del lado alemán, la guerra es una guerra de defensa, pero ¿quién ha permitido a Luis Bonaparte hacerle la guerra? ¡PRUSIA! Es Bismarck quien ha conspirado con ese mismo Luis Bonaparte con el propósito de aplastar la oposición popular en casa y anexionar Alemania a la dinastía de los Hohenzollern. Si la batalla de Sadowa, en vez de ganarse, hubiese sido perdida, los batallones franceses hubieran cruzado Alemania como aliados de Prusia. Después de su victoria, ¿es que Prusia pensaba un solo momento oponer una Alemania libre a una Francia sometida? Todo lo contrario. No sólo conserva todas las bellezas congénitas de su propio sistema, sino que les añade todos los trucos del Segundo Imperio, su despotismo verdadero y su democratismo de cartón, sus fingimientos políticos y sus agiotajes, su lenguaje enfático y sus vulgares juegos de manos. El régimen bonapartista, que hasta entonces había florecido sólo en una orilla del Rin, tenía ahora su república en la otra orilla. De este estado de cosas, ¿podía resultar otra cosa que la guerra?
Si la clase obrera alemana permite que la guerra actual pierda su carácter estrictamente defensivo y degenere en una guerra contra el pueblo francés, la victoria o la derrota, siempre será un desastre. Todas las miserias que han asaltado a Alemania después de su guerra de independencia renacerán con una intensidad aumentada.
Sin embargo los principios de la Internacional están demasiado infundidos y arraigados en la clase obrera alemana por temer tan triste resultado. Las voces de los obreros franceses han tenido un eco en Alemania. Un mitin de masas de obreros celebrado en Brunswick el 16 de julio, expresó su pleno acuerdo con el manifiesto de París, rechazó toda idea de antagonismo nacional contra Francia y concluyó sus resoluciones con estas palabras:
“Nosotros somos enemigos de todas las guerras; pero, por encima de todo, de las guerras dinásticas. Estamos obligados, con una pena y un dolor profundos, a sufrir una guerra defensiva como un sufrimiento inevitable, pero al mismo tiempo llamamos a toda la clase obrera alemana para hacer imposible el regreso de semejante e inmensa desgracia social, reivindicando para los pueblos mismos el poder de decidir sobre la paz o la guerra y haciéndolos dueños de sus propios destinos”.
En Chemnitz, un mitin de delegados, representando 50.000 obreros sajones, adoptó por unanimidad una resolución en este sentido:
“En nombre de la democracia alemana, y especialmente de los obreros del partido social demócrata, declaramos que la guerra es exclusivamente dinástica… Nos sentimos felices de coger la mano fraternal que nos presentan los obreros de Francia. Atentos a la contraseña de la Asociación Internacional de los Trabajadores: ¡PROLETARIOS DE TODOS LOS PAÍSES, UNIOS!”, no olvidaremos nunca que los obreros de todos los países son nuestros amigos y los déspotas de todos los países nuestros enemigos.
La sección de Berlín de la Internacional también ha contestado al manifiesto de París:
“Nos adherimos —dice— a vuestra protesta con el corazón y la mano… Solemnemente prometemos que ni el sonido del clarín ni el rugir del cañón, ni la victoria o la derrota, nos desviarán del trabajo común para la unión de los obreros de todos los países.” ¡Que así sea!
En el segundo término de esa querella de suicido aparece el semblante sombrío de Rusia. Es un signo de mal presagio que la señal de la guerra actual haya sido dada en el momento en que el gobierno de Moscú acababa de terminar sus ferrocarriles estratégicos y empezaba a concentrar tropas en la dirección del Pruth. Cualquier simpatía que los alemanes puedan con justicia invocar en una guerra de defensa contra la agresión bonapartista, la perderían en seguida permitiendo al Gobierno prusiano que llame al Cosaco o que acepte su ayuda. Tienen que recordar que, después de la guerra de independencia contra el primer Napoleón, Alemania quedó durante muchas generaciones prosternada a los pies del Zar.
La clase obrera inglesa tiende una mano fraternal a los trabajadores de Francia y de Alemania. Está profundamente convencida de que, cualquiera que pueda ser la evolución de la horrible guerra inminente, la alianza de las clases obreras de todos los países matará finalmente la guerra. El hecho mismo de que, mientras la Francia y la Alemania oficiales se precipitan en una guerra fratricida, los obreros de Francia y de Alemania cambian mensajes de paz y de buena intención, ese gran hecho, sin paralelo en la historia del pasado, abre el camino de un porvenir más claro. Demuestra que, en contraste con la vieja sociedad, sus miserias económicas y su delirio político, una nueva sociedad está surgiendo, cuya regla internacional será la Paz, porque su regulador nacional será siempre el mismo: ¡el Trabajo! El pionero de esa nueva sociedad es la Asociación Internacional de los Trabajadores.
¡Gringos Go Home! ¡Libertad para los cuatro antiterroristas cubanos héroes de la Humanidad!