Ya en el discurso que acompaña al juramento del Monte Sacro, Bolívar hablaba de la profunda degeneración que abatía a la civilización del viejo mundo: “...Este pueblo ha dado para todo menos para la causa de la humanidad...”. Por supuesto se refería a la Europa y sus cimientes occidentales, las que posteriormente producirían dos grandes guerras mundiales y una global como compendio del horror sin límites que es capaz de infligir, sin agregarle todavía, la causa de todos los males que padecen las sociedades modernas: el capitalismo.
Para la ideología que empezaba a configurarse en la mente del joven genio, la emancipación del Abyala no solo fue una terrenal empresa política, la que a la postre logró a pesar de todas y cada una de las increíbles dificultades que superó, sino, y más importante aún, significó una nueva batalla ideológica para los tiempos futuros: “…el despeje de esa misteriosa incógnita no ha de verificarse sino en el Mundo Nuevo...”.
Pero es que el Libertador no detuvo la marcha de su integral proyecto humanista, en las riberas del Caribe, la supuesta última frontera para sus sueños. Lo visualizó mucho más allá con las propuestas de las campañas para liberar a Puerto Rico y Cuba, y otras audacias, para las cuales no le alcanzó el tiempo. Sabía que a la libertad la amenaza toda opresión donde quiera que esta se presente, aunque a veces pareciera lejana e inofensiva. Lo vio rápido en el goloso del norte: “…una nación muy rica, muy belicosa y capaz de todo…”.
Cuando Pablo Morillo al regresar a España, expone las razones por las cuales abandonó la campaña de reconquista y pronuncia aquella famosa claudicación: “Dadme un Páez, majestad, mil lanceros del Apure y pondré a Europa a vuestros pies”, no hace más que ofrecerle a su rey, la infinita audacia que le estremeció de Bolívar en su encuentro del 27 de noviembre de 1820, en el pueblito de Santa Ana de Trujillo. En esa insólita reunión, el Libertador no solo abrumó al General Morillo con su don de gentes, su arrolladora personalidad, su excelente anfitrionía, su vasta cultura, sino por la insuperable convicción libertaria que lo movía, al punto de revelarle alguna infidencia a la causa independentista: el arribar a España el Ejército Libertador para terminar de implantar la república en esa península, la que tanto bien le haría al mundo todo.
Es que España ya jamás pudo deshacerse de Bolívar. A lo largo de estos doscientos tres años, no ha hecho otra cosa que gravitar con su pervertida monarquía, sobre la monumental obra del paladín de la libertad. Habrá querido evitarla, evadirla, pero el ciclo histórico que comenzó en 1492 no se ha cerrado aún. Recordemos que alguna vez Unamuno quiso disminuir su portentosa figura cuando escribió en uno de sus artículos de 1899 (“El pueblo que habla español”): “…aquel retoño de la fuerte rama vasca trasplantada a América”, refiriéndose al Libertador, por no citar a ninguno de los miserables catedráticos que abiertamente han profesado un odio visceral de siglos en su contra. Otra vez fue Juan Carlos 1, rey de España, el que lo quiso silenciar al mandarlo a callar con ese terrible aullido proferido en la 17 Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado en Santiago de Chile (2007).
Pero es el propio Felipe González quien revela, sin ambages, los más profundos resentimientos de la mohosa oligarquía española, en ocasión del avance chavista sobre el parlamento europeo: "Una alternativa bolivariana para España y para Europa sería una catástrofe sin paliativos". Pues bien, con muy poco que hacer ante el inexorable bolivarinismo, las palabras del expresidente suenan como una nueva claudicación: "Ojalá no llegue pero, si llega, uno tendría el consuelo de decir: yo ya lo dije'', aunque aún no se han iniciado las hostilidades y ojalá que jamás se susciten. Lo que sí está en desarrollo, y ¡vaya que en pleno desarrollo! es la maravillosa batalla de las ideas.
Lo más saludable para todo este proceso es que pueda desarrollarse con la mayor claridad posible. Que sus factores, sobre todo, los progresistas, la izquierda emergente con Podemos como vanguardia política, y en primera instancia humana, el pueblo español en general, que sin importar su condición ideológica, pueda ser capaz de llevar adelante para el bien de la patria y el de Europa en su conjunto, este movimiento revolucionario en sana paz, y no permitir que las huestes mercenarias aguachinen esta nueva oportunidad histórica.
La advertencia va por la reiterada intención del imperio de refinancierizar indefinidamente la economía europea y en especial la española, una de las más débiles y enfermas del viejo continente. La sorprendente abdicación del rey, una pieza excesivamente desgastada en el juego de la geoconomía mundial, puede tener miles de lecturas, pero una de las más cercanas, es la que nos dice que la apertura a los “capitales distraídos”, esas descomunales masas de dinero que deambulan en un limbo monetario global, y que ya ha cavado un hondo nicho en ese país desde el cual irradiar a toda la zona, necesita un dinamismo tal que el decrepito monarca era incapaz de ofrecer.
El Club Bildeberger tomó la decisión, los servicios exteriores norteamericanos han hecho el lobby en los bajos fondos, pero es el narcotráfico, las mafias, los contratistas, los mercenarios de toda clase y las bandas terroristas, los que operaran estas ingentes cantidades de dinero dispuestas a financiar el conflicto que ya se huele en el ambiente,
En un país balcanizable, con profundas debilidades ante la penetración de la envenenada globalización, las revoluciones de colores encontrarían plazas fértiles, y en menos de lo que pudieran desear, el querido pueblo español estaría sumergido en el caos, marginalizado, y en la periferia impuesta por la guerra global; todo en nombre de la lucha contra el bolivarianismo cuya espada aún pone en fuga a los opresores.