Batalla de tanques en Lugansk

Había llegado procedente de la prisión militar de Glatz. El consejo de guerra lo había condenado a diez años, a cumplir en un regimiento disciplinario, porque se había atrevido a decir que la guerra era el medio de que un mal pintor pudiera ser considerado un hombre. De teniente general fue degradado a comandante. En África perdió el ojo izquierdo, y en Finlandia un pedazo de estómago. Era un excelente oficial de tanques, capaz de mandar una división acorazada, pero nunca supo mostrarse rastrero. En la Gestapo de la Prinz Albert Strasse así se lo hicieron comprender. El tuerto era el mejor comandante que tuvimos. En pie sobre un barril de petróleo, en mangas de camisa y con zuecos, se presentó con estas palabras:

–Soy vuestro nuevo comandante, Karl Ulrich Mercedes. Como vosotros estoy metido en la mierda hasta el cuello. Tengo treinta y cinco años y peso ciento veinte kilos. Os aconsejo que no andéis con las manos en el trasero y que utilicéis los brazos. Aparte de esto, haced lo que queráis, pero nada de bromas. Saludó llevándose un dedo a la visera. El Lugansk fue herido en el vientre y perdió la mitad de la mandíbula. Nueve artilleros muertos, y un obús de quince centímetros convertido en sacacorchos. Porta detuvo el tanque y Heide nos cubrió con sus disparos. Hermanito y yo saltamos hacia el Tuerto, lo tendimos sobre su capote y le cubrimos con una vieja manta. Le condujimos a la enfermería y, cinco minutos después nuestro “Tigre” quedaba convertido en papilla por los Jabos enemigos.

Lugansk era un mar en llamas cuando, entre un gran estrépito de cadenas, la atravesamos a toda velocidad. En las calles yacían los cuerpo como si fuesen desperdicios; largas hileras de soldados heridos, ensangrentados, se apresuraban a buscar la ilusoria protección de las casas incendiadas. Un disparo. Le siguen otros. Surgen fogonazos de todas partes. Artillería, lanzagranadas, armas de infantería, cañones antitanques, toda una maquinaria monstruosa concebida para matar y destruir.

En el interior del tanque (nuestro “Tigre” de sesenta y dos toneladas), reinaba un ensordecedor ruido de chatarra: perolas de cocina, bidones, cantimploras, herramientas para reparar averías, y estuches de granadas vacíos rodaban bajo nuestros pies. Porta pisó el acelerador y el “Tigre” saltó hacia adelante.

Los mecánicos, cubiertos de barro, buscaban desesperadamente las unidades. Un comandante de infantería que vociferaba sus órdenes desde el centro del camino, fue alcanzado por la popa de un “Tigre” y lanzado al suelo. Cogido por las cadenas, el tanque siguiente no pudo evitarlo y dejó sólo sus pies al descubierto, unos pies cubiertos con grandes botas negras.

Nadie se preocupó por él, ni lo comentó. ¿Qué significaba un comandante aplastado por las orugas de un tanque, frente a todo lo que sucedía en Lugansk durante la noche del 14 de marzo? Un techo se hundió y derramó un torrente de chispas sobre la columna de tanques que atacaba. Toda la columna se dislocó. Pero he aquí que Hermanito metió algo en el tanque: un chiquillo de tres o cuatro años, Porta se echó a reír. Puso la primera y pisó el acelerador.

Porta meneó la cabeza y cogió al aterrado chiquillo, que se había refugiado bajo los sacos de municiones, cerca de la ametralladora. En un ruso fluido le explicó lo que quería decir Hermanito. El niño parpadeó, pero pareció algo tranquilizado al oír hablar en su propia lengua. Sus pies estaban cubiertos de quemaduras, y un arañazo sangriento le cruzaba la cara, desde la sien hasta el cuello. El legionario le curó; (así llamaban a mi tío los camaradas del batallón) no teníamos ningún otro alimento.

Pero muy pronto olvidamos al chiquillo. Llovían las granadas explosivas; casa tras casa, Lugansk se hundía en un océano de llamas. Salimos de la ciudad y nos apostamos ante un amplio camino hundido. Avanzamos lentamente, casi a tientas; unas sombras salieron corriendo de los escombros y se dirigieron hacia nosotros. El legionario rio malévolamente: ¡Mátalos! Hasta que la última sombra se hubo derrumbado no descubrimos nuestro propio error; era nuestra propia infantería. Se habían encerrado en las casas y al vernos se creyeron a salvo. Era difícil distinguir las guerreras camufladas de los uniformes caqui ruso.

A toda velocidad, los tanques atravesaron los arrabales; giramos hacia la izquierda, a través de unos hermosos jardines. Un depósito quedó hecho añicos cuando le pasamos por encima. Los campos parecían haber cobrado vida bajo las masas caquis que se agitaban, y en todos bullía un solo pensamiento: ¡Huir, huir de aquel infierno!
—¡Adelante! —ordenó el teléfono. Era el comandante Mercedes. Su voz delataba la excitación. Los motores gemían agudamente; las cadenas de acero tintinearon, y los cincuenta “Tigres” segaron la aterrorizada masa humana. Nos deslizamos por encima de una llanura caqui: la cosecha realizada con las ametralladoras y los lanzallamas; se dispararon dieciséis cohetes. La gasolina derramada lo inflamó todo. Nuestros pioneros pasaron al ataque con los lanzallamas ligeros; rebaños de infantería rusa surgían por todas partes, se precipitaban hacia retaguardia, giraban en redondo, corrían hacia delante, hacia atrás… ¡El caos! Se volvían hacia todos lados, se echaban al suelo, arañando la tierra con desesperación para encontrar un refugio. Y las cadenas les alcanzaban, los aplastaban… Uno de nuestros cañones, el de la torreta, se encasquilló. El legionario empezó a repararlo con toda tranquilidad. Dos cartuchos se habían encallado en la recámara, pero logró sacarlos con la bayoneta; después metió otro cargador y volvió a disparar. Hermanito reía como un demente mientras enviaba sus rociadas a la masa humana. Heide cargaba las granadas explosivas. Y de repente, silencio… Ya nadie disparaba, no era necesario. Los “Tigres” hacían huir a la masa de rusos en dirección a las posiciones alemanas, al sureste de Lugansk, donde sería reunida en grupos, para llevarla a retaguardia.

¡Adelante, hacia las posiciones rusas, gritó el comandante! Avanzamos en profundidad, ebrios de victoria. Era la extraña sensación enfermiza que en esos momentos se apodera hasta de los seres más razonables. De repente, un ruido metálico estridente estuvo a punto de reventarnos los tímpanos: una granada antitanque nos había alcanzado. El impacto había hecho balancearse al carro, pero, extrañamente, la granada no penetró.
—¡Larguémonos! —gritó el legionario, que estaba mirando por el telescopio. El cañón antitanque debía de estar muy cerca y esperábamos la próxima granada de un segundo a otro, Porta pisó el acelerador, nos pusimos a disparar con todas las piezas, y huimos hacia las líneas alemanas.

Hoy como ayer. En honor a la ciudad de Lugansk: Memorias de un tío mío por parte de madre, (“el legionario” como le llamaban sus camaradas de unidad en el frente del Este), militar español combatiente en la guerra civil, del lado republicano, capturado en el frente de Madrid a principios del año 39 por los franquistas, y enviado al frente del Este a un batallón de castigo.

¡Gringos Go Home! ¡Libertad para los antiterroristas cubanos Héroes de la Humanidad!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!
¡Patria Socialista o Muerte!
¡Venceremos!


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Manuel Taibo


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