Batalla de tanques en Lugansk (II)

A la memoria de un combatiente, empezaba el ataque de nuevo: A simple vista se veía la marea de la infantería rusa que subía al asalto de nuestras trincheras; se escuchaban sus ¡Uhrae! El frente semejaba un océano pardo desencadenado de uniformes rusos. Millares y millares. Los alemanes eran una gota insignificante en aquel mar humano ilimitado. Abandonando las posiciones, y tirando armas y cascos, huían para salvar la piel. ¿Qué puede hacerse contra un asalto así?

Las balas trazadoras silbaban; el aire crujía y retumbaba en un crescendo escalofriante. Era una mañana gris y espectral, un día como tantos otros, y sin embargo sería el último para millares de hombres, en este sector del frente. Nunca se sabrá la cantidad de muertos que costaron aquellas veinticuatro horas. En ambos lados se quemaron las listas, porque la batalla en Lugansk fue demasiado gravosa. El comunicado alemán se limitó a declarar: “Ataque local en el sector de Lugansk, rechazado por nuestra artillería. Se han mantenido las posiciones.”

En el teléfono sonó la voz del comandante Mercedes: Sección de tanques pesados ¡Atención! Los “Tigres” atacan con todas sus armas. ¡Blindados, adelante! A cuatrocientos metros hay un terraplén del ferrocarril. La vía y el terraplén no es más que un caos de bidones de petróleo, de las locomotoras y de vagones volcados; aquí y allí los rieles rotos se elevan hacia el cielo como largos dedos acusadores. Sobre un raíl, el cuerpo de un granadero alemán daba vueltas como un veleta; la explosión de una granada le había lanzado al aire y al caer se empalmó en la vía. Desde lo alto del terraplén la vista, se extendía por toda la llanura como si se tratara de un balcón; la infantería rusa desplegada se confundía con el horizonte, y en medio de aquel hormiguero de soldados pululaban las baterías antiaéreas y los cañones antitanque.

—¡Por Alá! —Exclamó el “legionario”—. Al lado de esto, los ataques de las cábilas, en el Atlas, no eran más que unas maniobras sencillas. Rechinaron las cadenas de los “Tigres” y las paredes, las piedras y ladrillos quedaron aplastados en medio de una nube de polvo; el calor del incendio nos llegaba hasta el rostro; los “Tigres” atacaban desde todos los puntos, como monstruos prehistóricos enardecidos. Con un ojo al visor, disparábamos sin descanso, y las hileras de balas trazadoras eran tan espesas que un enorme paraguas de fuego parecía cubrir el terreno; se veía claramente las balas que atravesaban a los rusos.

Los primeros enemigos se detuvieron, al recibir el golpe de aquel ariete monstruoso. Por un instante, la marea humana vaciló, trató de retroceder. Imposible. Los de detrás empujaban y optaron por echarse al suelo, pero intervinieron nuestros cañones: las granadas explosivas del 88 y 105 milímetros levantaron surtidores en medio del amasijo de cuerpos humanos. Después de cada disparo, un vapor asfixiante nos cegaba durante unos segundos; el ventilador funcionaba, pero no tenía tiempo de aspirar suficiente aire fresco. Los gases de la pólvora nos abrasaban los ojos y la garganta; los cargadores vacíos y los estuches de granadas desaparecían por las escotillas laterales. Heide nos proveía de munición, trabajando como un loco, y metía las granadas en la recámara, cuya portezuela cerraba después con la frente; el sudor le resbalaba por el rostro ennegrecido por la grasa y sus ojos brillaban como los de un fantasma. Incesantemente maldecía: ¡Vaya mierda! Sus guantes de amianto olían a chamuscado, y en varias ocasiones el fuego llegó a prender en nuestro uniforme; apagamos las llamas con las manos, sin darnos cuenta de que quemaban.

El tanque vibró y se tambaleó, y la furia de la caza se apoderó de nosotros. La conocíamos ya, pero siempre resultaba nueva. Se olvida el peligro, se olvida la muerte, se olvidan los objetivos de la guerra; ya sólo se tiene un pensamiento: ¡MATAR! Lo que está allí, ante nosotros, de color caqui, no son ya hombres, soldados como nosotros, sino demonios, bestias de rapiña que hay que aplastar; y las aplastamos, ebrios de alegría, porque también nosotros somos bestias de rapiña que matan por el placer de matar. ¡Nuestros instructores del cuartel pueden estar orgullosos de nosotros.

Reíamos, vociferábamos como locos. ¡Cuán excitante resultaba ver a los hombres caer bajo las orugas! Cuando les distinguíamos, acurrucados en los agujeros como liebres amedrentadas, nos lanzábamos contra ellos, deteníamos el tanque sobre el agujero y lo aplastábamos todo, avanzando, retrocediendo… Las cadenas chirriaban, la tierra saltaba en todas direcciones; primero nos habíamos quitado los cascos, y luego las guerreras.

Teníamos los ojos desorbitados y los dientes brillantes, blancos como el yeso en contraste con los rostros cubiertos de sudor y de grasa. Hermanito aullaba como un lobo. Matamos, matamos; con la ametralladora, con el lanzallamas, con el cañón. Unos rusos corrían en círculo, hipnotizados también por esta matanza loca; otros luchaban fanáticamente, encarnizadamente; incluso heridos seguían disparando contra los tanques con revólveres, fusiles o ametralladoras, pero nada podían contra nosotros; habían de acercarse a cien metros para que sus antitanques tuvieran eficacia. En efecto, un puñado de locos se aproximaron lo suficiente, pertrechados con bombas magnéticas y cócteles Molotov; los veíamos estallar a nuestro alrededor, porque las bombas magnéticas eran difíciles de adherir a un “Tigre”, cuya carrocería está completamente cubierta de cemento; hay que fijarlas a una cadena, pero ello va en detrimento de la fuerza explosiva.

—¡“Tigres”, adelante! ¡Adelante! —Aullaba el comandante Mercedes por el teléfono—. Quitaos las manos del trasero, vive Dios! ¡Enviadlos al infierno!
El zumbido de los motores se hizo más agudo. ¡Adelante los “Tigres”! Una enorme masa que se mecía en la estepa gris como una cuadra de guerra. Ante nosotros huían despavoridos innumerables enjambres de infantes; las granadas explosivas estallaban entre ellos, haciendo volar por el aire los cuerpos destrozados. Algunos miembros desgajados cayeron sobre los tanques con un ruido sordo, y los convirtieron en un escaparate de carnicería. El ventilador roncaba incansablemente, pero la pestilencia de la sangre producía náuseas. —La última granada —dijo Heide de repente, cerrando la recámara. —¡Mis cargadores están vacíos! —exclamó Hermanito, disparando la última salva. —Y sólo veinte litros de combustible —añadió Porta.
—¡Atrás! —ordenó el “legionario”.

Tras la estación de mercancías están los tanques de avituallamiento; en un tiempo increíble repostamos hasta el tope y cargamos tantas granadas que podía uno sentarse en el montón. Hermanito lo hizo sin pérdida de tiempo. Altee se echó a reír: —Una sola píldora de Iván y te vas derechito al cielo con la carga en el trasero.

—Un viaje largo ha de hacerse aprisa, y Hermanito se reclinó en su lecho de granadas. Reprendimos la marcha. El teléfono zumbó. Era el comandante Mercedes, que chillaba órdenes con la voz enronquecida: Tanques rusos en formación de cuña a la derecha. Disparad a bulto. Distancia, mil ochocientos metros. ¡A por ellos!
Esta vez ya no eran tanques aislados, sino veintenas de T-34 que asomaban sus panzas negras por encima del terraplén, al otro lado de la línea férrea. Empezamos a temblar de pies a cabeza. En estos momentos es espantoso encontrarse en un tanque.
—¡Fuego! —ordenó el “legionario”.

En un santiamén, los primeros T-34 comenzaron a arder, pero también en nuestro bando varias antorchas elevaron sus llamas al cielo. Nuestras compañías ligeras de tanques, la tercera y la cuarta, fueron aplastadas. En la llanura, hasta donde alcanzaba la vista, no se veían más que restos de acero al rojo blanco, de los que se desprendía un nauseabundo olor a carne quemada. Las explosiones se sucedían y los vehículos saltaban hechos añicos cuando el fuego alcanzaba las municiones y los depósitos de combustible. Nuestras granadas salían como rayos en dirección a los T-34; conseguimos veintiocho impactos.

Heide sustituyó a Altee; disparaba mucho mejor que él; por cada blanco marcábamos una raya blanca en la pared de la torreta, para poder pintar más adelante un círculo blanco alrededor del cañón. Porta demostraba una alegría cada vez que veía saltar por los aires un T-34. Las granadas salían silbando hacia su objetivo. Ni un solo T-34 consiguió alcanzar a un “Tigre”; el combate duró más de dos horas. El ataque ruso se había ahogado en el fuego y la sangre, pero todos nuestros tanques ligeros habían sido aniquilados.

Los rusos se convencieron de que resultaba imposible romper aquel sector del frente. Nosotros, secándonos los rostros sudorosos, nos apresuramos a abrir las escotillas. El aire fresco nos aliviaba; era una especie de vino maravilloso; en derredor nuestro no se veían más que muertos y heridos entre los tanques incendiados, y todo parecía irreal, como una película que no fuera con nosotros. De repente, el “legionario” los descubrió… Debían ser más de un centenar. ¡T-34! Iban a toda velocidad por el otro lado de la línea férrea. ¿Su objetivo? Lo comprendimos en seguida: cortarnos la retirada, cercarnos, táctica que conocíamos bien y que los rusos dominaban a causa de la extraordinaria sangre fría de sus tripulaciones. No había tiempo para reflexionar. El “legionario” informó al comandante Mercedes y éste ordenó la retirada. ¡Formación en cuña; a toda velocidad! Era una carrera contra la muerte. Atravesamos casas en llamas cuyas vigas se derrumbaban con estrépito; ya no había orden ni se conservaban las distancias, sino que cada tanque corría aisladamente hacia nuestras líneas salvadoras.

Pero los tanques enemigos seguían avanzando por la llanura para alcanzar la protección de las colinas, al oeste de la vía férrea. Suena el teléfono: distancia 88 metros. Lanza granadas, ¡fuego! En el telémetro, las puntas coincidieron. Los T-34 estaban ante nosotros. Apreté el disparador eléctrico. Se oyó un zumbido y una llamarada salió de la boca del cañón. Pasados unos instantes, un resplandor surgió del T-34 y una humareda negra se elevó, formando una enorme seta. Luego nos llegó el ruido de la explosión aniquiladora. Las dínamos roncaron; la torreta y el cañón principal se desplazó; por el periscopio vimos otro T-34. Distancia 700 metros —dijo el legionario; las cifras pasaron a toda velocidad, apareció el 700; las puntas juntaron. Nueva llamarada, nueva explosión. La torreta del tercer tanque, decapitado, saltó por los aires como una bala.

Pero la situación era desesperada; huimos a toda velocidad por delante de carros alemanes incendiados cuyas tripulaciones no eran más que momias carbonizadas. Aminoramos la marcha para permitir que algunos granaderos se encaramaran en el tanque. Ensangrentados, heridos, sin armas. En un momento, la torreta y el cuerpo del tanque están cubiertos de hombres, algunos vuelven a caer, pero nada podemos hacer: hay que avanzar, avanzar… Cada segundo puede representar la muerte. Manos ansiosas se aferraban a las escotillas. ¡Camaradas, llevadnos! ¡No nos abandonéis!

Los tanques huyeron por la estepa a toda velocidad, franqueando trincheras destruidas, ruinas, setos y terraplenes. Todo lo que se oponía a su paso era aplastado. Los demás “Tigres” iban delante de nosotros, bastante alejados; sólo el teniente Ohlsen estaba a nuestro lado, con el tanque cubierto por un racimo de soldados.

—¡El puente, el puente! —murmuró el “legionario”. Lo sabíamos. Todo dependía del puente. Si lo alcanzábamos después que los rusos estábamos perdidos. Corrimos a lo largo del río; tras el bosque, la humareda de un incendio subía hacia el cielo: Lugansk ardía.

—Somos unos héroes, dijo Porta, luchamos hasta la última bala. ¡Heil Adolf! ¡Qué mala suerte, haber nacido a tiempo de intervenir en la guerra de ¡Adolf! En verdad; en el fondo, ¿por qué luchamos?
Luchamos para que no nos ahorquen —replicó el “legionario”—. Es así de sencillo. O esto, reventar en un campo de concentración. Luchad como héroes y tendréis una posibilidad.

En medio de una nube de tierra, alcanzamos el puente defendido por una sección de granaderos rusos. Pero antes de que hubieran podido ni siquiera rechistar, los aplastamos con las cadenas de nuestros “Tigres”. Dos rusos cayeron sobre la torreta; a uno le faltaba un brazo, y nuestros pasajeros se libraron de él a patadas. Cuando lo atravesamos, el puente crujió de un modo que nos heló la sangre en las venas. Disparando con furia, atravesamos un pequeño poblado; doce lanzacohetes retumban bajo un diluvio de fuego. Los heridos aferrados a nuestro vehículo gritaban de dolor; varios habían sido abrasados por los cohetes, pero, ¿qué podíamos hacer? ¡Un T-34! Ante nosotros… ¡Dispara! Su granada alcanzó nuestro blindaje anterior, pero, afortunadamente para nosotros, era una granada explosiva, que no pueden dañar a un “Tigre”. Por desdicha, nuestros pasajeros fueron barridos como briznas de paja… Hice girar la torreta y situé al tanque ruso en el periscopio.

Las cifras bailaban ante mis ojos… Antes incluso de haber disparado, Porta embistió a toda marcha el tanque enemigo. Caímos los unos encima de los otros. Yo me hice un profundo rasguño en la frente al tropezar con el montón de granadas. El T-34 volcó. Porta desembragó, retrocedió, entró la primera y arrancó a todo gas contra el enemigo. Dos hombres de su tripulación que habían salido a medias por una escotilla fueron partidos en dos cuando nuestras sesenta y dos toneladas les cerraron la puerta contra la cintura. Alcanzamos por fin a nuestros granaderos, que huían alocadamente hacia su retaguardia, lejos de las posiciones alemanas atacadas.

—¿Dónde está Iván? —gritó un teniente de infantería.
—¡En el culo! —contestó Porta riendo mientras saludaba con su sombrero amarillo. Después nos alargó una botella de vodka y todos bebimos por la próxima derrota de las fuerzas armadas nazis.
Un coronel alemán de un regimiento de lanzagranadas se plantó en mitad del camino, empuñando el fusil ametrallador, decidido a detenernos. Le aplastamos sin dudarlo. Tras de nosotros surgió un aullido de rabia. Por fin alcanzamos el centro de reabastecimiento. En un bosque, pocos kilómetros al sur de Lichnovski, hizo alto el batallón de “Tigres” y la noche cayó como una cortina protectora. Los mecánicos empezaron a trabajar inmediatamente en los tanques averiados, y al nuestro le pusieron un motor nuevo y otras placas de blindaje; cambiaron una de las orugas, y luego, al cabo de tres o cuatro horas, los mecánicos se esfumaron con todo su material. Porta se entretuvo pintando círculos blancos alrededor del cañón: cada círculo representaba un tanque enemigo destruido. ¡Treinta y tres tanques! Dijo Hermanito, y, cada uno con un cañón y cinco soldados.

—Según anunció orgullosamente el general Zeitzler en un orden del día, Lugansk fue restlos vernichtet.
—Memorias de un combatiente: que sobrevivió a aquel infierno de destrucción y muerte.

¡Chávez Vive, la Lucha sigue!
¡Patria Socialista o Muerte!
¡Venceremos!


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Manuel Taibo


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