Septiembre es un mes cargado de símbolos en torno al concepto de Patria. El día 13 se conmemora la invasión norteamericana con la exaltación del heroísmo de los cadetes del Colegio Militar que sucumbieron en la defensa del Castillo de Chapultepec, asediado por el ejército yanqui. El 15 se celebra el Aniversario del Grito que inició la Guerra por la Independencia. El 21 se recuerda la fecha de la Consumación de la Independencia, ocurrida 11 años después de iniciada. El 27 se festeja la nacionalización de la industria eléctrica. Además, este año se cumplen cien de la heroica defensa del Puerto de Veracruz, invadido por los mismos yanquis. También se cumple el centenario de la toma de Zacatecas por la División del Norte, comandada por Pancho Villa.
El simbolismo de tanta efeméride resulta abrumador. Se ondean banderas mexicanas por doquier y todo el mundo saca del cajón del olvido el orgullo de ser mexicanos. La multitud acude a las plazas cívicas de todas las poblaciones, la noche del 15, para vitorear a los héroes. Desde los balcones, los jefes dan el “grito” y los cielos se visten de luces de la pirotecnia. ¡Viva México, cabrones! Hasta se pone el cuero chinito de tanta emoción patria. Luego, el desfile del día 16, mezcla de sentimientos encontrados: el entusiasmo infantil al ver a los soldados marchar en perfecta formación, con sus armas y sus aparatos de guerra, junto a los lastimosos recuerdos de adultos que alguna vez (o muchas) han visto reprimidas sus expresiones de libertad en demanda de justicia. Lo que para los niños es admiración, para los adultos es clara advertencia: el ejército no es para defender a la Patria del extraño enemigo, sino para acallar al muy conocido amigo, el estudiante rebelde, el maestro inconforme o quienes protestan por tanto atropello. La oligarquía ha hecho del extraño, su mejor amigo, hasta le entrega los recursos del país para su exclusivo beneficio.
Hubo un detalle al inicio de la ceremonia del 16. La monumental bandera mexicana se vino al suelo al momento de izarla. Terrible pifia que también guarda un gran simbolismo: cae la bandera y, junto con ella, la Patria se nos cae de las manos. Se arregló el desperfecto pero la bandera no pudo subir hasta la punta del asta, la faltó un tramo, quedó casi a media asta, símbolo del luto que la propia bandera impone ante la pérdida de la Patria. Así lo vi y así lo interpreto. Cualquier parecido con la realidad nacional es pura intención.
Tanto recordar esconde los olvidos. Se pretende soslayar que, en fecha similar pero de 1847, la que ondeó en la plaza del zócalo fue la bandera de las barras y las estrellas del invasor, justamente el extraño enemigo del himno que profanó con su planta el suelo patrio. Igual que ahora, quienes decían gobernar entregaron la plaza y la bandera, mientras que el pueblo se organizaba para defenderlas por su cuenta. México perdió la mitad de su territorio y quedó sometido a la nefasta influencia del Tío Sam. Se recuerda el heroísmo de los cadetes agredidos, pero se olvida al agresor. Tal amnesia también es un símbolo.
Cómo hablar de independencia cuando, por ejemplo, el sistema financiero mexicano, banca y bolsa, está en poder de inversionistas extranjeros, siempre atentos ante cualquier amenaza de corrección del rumbo para colocar de rodillas a quien ose profanar sus sacrosantas utilidades. Por el estilo el espeluznante incremento de la deuda pública, toda ella externa sea por los créditos internacionales o por los de la banca extranjera radicada en el país. Si independencia y soberanía significan la libre capacidad de tomar decisiones conforme a los propios intereses nacionales, las ceremonias del 15 y 16 de septiembre bien pudieran archivarse en el mismo capítulo de la gesta de Cuauhtémoc en la defensa de Tenochtitlán, el de los afanes frustrados.
Perdona, amable lector, la hiel que destilo al escribir este artículo. Me duele México y me duele mucho. Quisiera que nos doliera a muchos, tantos como haga falta para recuperarlo y tanto como para que supere a los analgésicos propinados por la propaganda oficial engañosa.