Marchas y contra-marchas

Para el pueblo agraviado por los desmanes del poder y por la injusticia, la marcha de protesta es el único instrumento que le queda para exigir soluciones. En la teoría, serían las elecciones las que deberían cumplir el papel reivindicador al votar por quien ofrezca transformar tal estado de cosas. La historia ha dejado en claro que la práctica desmiente rotundamente a dicha teoría: las urnas sólo han servido para afianzar en el poder a los causantes de los agravios, aún en los casos de las alternancias cosméticas que se inauguraron en el 2000; sea por fraude directo o por la vía de la compra de votos, la real voluntad popular se viola sistemáticamente. Los sindicatos, otrora verdaderos instrumentos de las luchas de reivindicación, han devenido en nuevos instrumentos de control del descontento y de injusticia. Las organizaciones civiles de gestión tampoco resultaron útiles para lograr la atención a las demandas de la sociedad pobre. Luego se inventaron las huelgas de hambre, que al principio cimbraban al sistema, pronto cayeron en la ineficacia cuando el régimen aprendió a no tomarlas en cuenta. Las tomas de carreteras son otro recurso empleado en la lucha pero se han desvirtuado, tanto por el abuso como por el repudio que provoca entre la población afectada. En resumen: la marcha sigue siendo un recurso válido y, tal vez, el último de la vía pacífica.

Por su parte, el régimen se ha dotado de todo un arsenal de instrumentos para mantener su sistema opresor. La cooptación de líderes sociales o su desaparición en caso de renuencia; el manejo discrecional de los medios masivos de comunicación; la manipulación de organismos sociales adocenados para contrarrestar las protestas; la intromisión de esquiroles o de provocadores para romper movimientos; hasta la brutal represión armada, son algunas de las formas empleadas por el gobierno para controlar a la población, ahora enriquecidas por nuevos manuales de contrainsurgencia del Pentágono y la CIA. Especial mención merece la práctica contumaz de la mentira y el engaño como fórmula para la desarticulación de movimientos de protesta; con ello se pretende formar la masa crítica de mansos y mensos teleadictos que se esconde en la falsa seguridad de sus hogares.

Es en estas condiciones que se puede aseverar que el estado de derecho es inexistente y que las instituciones han dejado de ser tales; que el coraje derivado de la masacre de Ayotzinapa rebasó su demarcación geográfica y se generalizó al muy amplio conjunto de agravios insoportables; que coloca al régimen en condición de asesino o, en último término, de incapaz de cumplir con su misión de gobierno. Las marchas de protesta se han unificado en la exigencia de renuncia de Peña Nieto y de un cambio profundo en el modelo y el sistema de gobierno.

La respuesta oficial muestra su sorpresa ante la ineficacia de sus acostumbradas triquiñuelas. Responde con mentiras y se embrolla más. Proclama decálogos de suprema inanidad y se confunde en la suposición de que mediante nuevas leyes podrá recuperar la estabilidad y la paz social. La más perfecta legislación servirá para lo que se le unta al queso mientras se carezca de autoridad moral para ponerlas en práctica; el mejor fiscal anticorrupción fracasará si nace de la corrupción misma.

En el colmo de la burla, se presenta por Peña Nieto una iniciativa para una ley de movilidad, dizque para garantizar el libre tránsito de personas, pero con el certero fin de criminalizar la protesta callejera. Con ello pretende dar atole con el dedo a la clase media y azuzarla contra los manifestantes. Es más gasolina para apagar el incendio.

“Serán las instituciones las que nos saquen de la crisis, no las manifestaciones” –pontifica un vocero del régimen. Juan Pueblo le revira con una pregunta: ¿Quién saca a las instituciones de su crisis? El autor de tan preclara declaración es el oscuro cuan poderoso jefe de la oficina de la presidencia Aurelio Nuño, que es amigo de Peña desde niño, cuando hacían al ñoño con la treta del puño ¡coño!




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Gerardo Fernández Casanova


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