España: sus guerras y sus revoluciones
España, a diferencia de Francia donde todas sus guerras externas y sus revoluciones políticas no habían sido impedimento para el progreso, se debatió desde 1812 hasta 1874, en que se restauró la monarquía con Alfonso XII, el hijo de Isabel II, en la más espantosa anarquía, con tres guerras civiles a lo grande, donde la mitad de España mató a la otra, con la ruina financiera consiguiente. Luego de vencer a los carlistas, de deponer a la reina, de instaurar una nueva monarquía con un príncipe italiano y de jugar a la república, España, agotada, aceptó la paz de los generales con un rey constitucional, como lo juró el Borbón al ascender al trono de San Fernando. La alegría y los buenos modales, no obstante las penalidades, persistían en los madrileños. La ciudad era una eterna verbena. La zarzuela, los toros y el teatro grandilocuente de Echegaray hicieron las delicias de los españoles.
Los escritores españoles, al igual que los venezolanos, no habían podido hacer lo que hicieran sus colegas de Francia, Alemania e Inglaterra: vivir de sus propias obras. El elevado índice de analfabetismo, la resistencia nativa hasta en los más altos círculos por la literatura, más la censura eclesiástica que aún se mantenía sobre la palabra escrita, dificultaban la creación y difusión de grandes obras literarias. El romanticismo, generador de tantas obras importantes, llegó a España tardía y fugazmente. Salvo Gustavo Adolfo Bécquer, Espronceda y la gallega Rosalía de Castro, el resto de la producción literaria en España, según dijo un viejecillo gruñón que trasegaba brandys como si fuesen aguas, no vale mayor cosa. Tiene excepciones, como Zorrilla, la Pardo Bazán o Alarcón; pero el resto no vale nada. Puro costumbrismo aburrido, folklórico y decadente.
No obstante el menosprecio del viejo por sus colegas, lo declararon miembro honorario del grupo "Estrella", que se arrogaban, al igual que ciertos grupos en su país, el derecho a consagrar a desechar nuevos y viejos autores, según su ideología, origen y lugar de nacimiento. De hecho se menospreciaba a todo aquel que no fuese castellano viejo, que tuviese simpatías monárquicas o cualquier compromiso con la iglesia. Los franceses eran unos descarados cabrones, los alemanes más aburridos que una novillada y los ingleses una mierda. En aquellos coloquios no figuraban para nada los hispanoamericanos, por más que Rubén Darío dictase pauta.
Guerra en Cuba. Hacia el abismo:
No era empresa fácil mantener los restos del imperio colonial. La "Paz del Zanjón" no había sido tal, pues fue seguida de la llamada "guerra chiquita" dirigida principalmente por José Maceo y Guillermo Moncada. Aunque el general Polavieja dominó esta fase de las hostilidades, comprendió ya entonces que el final ineluctable de los acontecimientos sería la independencia de la Isla. Como se ve, la situación no podía ser más grave. El 19 de mayo, Sagasta declaraba ante las minorías de diputados y senadores liberales: "Después de haberse enviado 200.000 hombres y de haberse derramado tanta sangre, no somos dueños en la Isla de más terreno que el que pisan nuestros soldados."
El despertar de un sueño imperial, renovarse o morir.
Y ya está en marcha la consigna enloquecedora. Se agitan las charangas, se envía a los más pobres de la juventud española (puesto que las gentes acomodadas rescataban con dinero la obligación del servicio militar) mal equipada y peor alimentada, a morir en los campos pantanosos de Cuba, mientras los señoritos hacían estrategia en los cafés de la Península y cantaban La marcha de Cádiz.
Mientras tanto los gringos acechaban la ocasión. Ya en 1890 Mr. Blaine, secretario de Estado, no se había recatado en declarar a la prensa: "Cuba caerá como una manzana madura en nuestras manos".
El 2 de abril desembarcaba Maceo en las playas de Cuba. Las guerrillas se extendían por todo el país. Según cifras —muy por debajo de la realidad, pues eran dadas bajo censura española— del diario autonomista de Cuba La Lucha, había 6.000 hombres armados en la manigua. Una célebre carta de Martínez Campos a Cánovas, que lo había nombrado capitán general de la Isla, en julio de 1895, es el mejor exponente de la situación:
El año de la derrota: Sagasta se hizo cargo del Poder con el alma a los pies. El movimiento liberador era cada día más fuerte en Cuba. En febrero de 1898, el general Blanco, enviado por el gobierno liberal a reemplazar a Weyler, informaba a Sagasta del siguiente Modo:
"El Ejército, agotado y anémico, poblando los hospitales, sin fuerzas para combatir ni apenas para sostener las armas; más de trescientos mil concentrados agonizantes o famélicos pereciendo de hambre y de miseria alrededor de las poblaciones…"
Los ministros de Guerra y Marina son más audaces que los jefes militares que hay en Ultramar. Uno de éstos, el almirante Cervera había escrito al ministro de Marina, general Bermejo, el 26 de febrero de 1898:
"Me pregunto si me es lícito callarme y hacerme solidario de aventuras que causarán, si ocurren, la total ruina de España, y todo por defender una isla que fue nuestra y ya no nos pertenece, porque aunque no la perdiésemos de derecho con la guerra, la tenemos perdida de hecho…"
Se fue a la guerra y la primera escuadra española que se hundió fue la de Filipinas, en Cavite, el 1º de mayo de 1898.
Dos meses después, Cervera pide instrucciones al Gobierno desde Santiago de Cuba. Bloqueado por la escuadra gringa, ofrece la alternativa de destruir la escuadra española dentro del puerto o perderla en alta mar. El Gobierno le ordena salir. En Santiago, como en Cavite, las frágiles embarcaciones españoles, con cañones que no alcanzaban a los navíos gringos, sucumbieron acribilladas por éstos, pese al derroche de valor de los marinos españoles. Después de aquel segundo Trafalgar, Cervera prisionero de los gringos, telefoneaba a Madrid comunicando el cumplimiento de las órdenes recibidas y el resultado catastrófico. Sus últimas palabras eran: "Hemos perdido todo."
Con los viejos buques españoles se había hundido el resto de aquel imperio que durante siglos permitió vivir en inconsciente molicie a las clases dirigentes españolas.
El tratado de París concedía a los gringos el dominio sobre las colonias de Puerto Rico y Filipinas vendidas por 20 millones de dólares. En cuanto a Cuba, se le otorgaba una independencia chucuta. Su Constitución de 1901, copiada de la gringa, tuvo que sufrir la Enmienda Platt, votada por el Senado gringo en junio de 1901, en virtud de la cual la soberanía cubana quedaba mediatizada por la fiscalización gringa.
El presidente Mac-Kinley explicó crudamente el sentido de esa guerra:
"Las Filipinas, lo mismo que Cuba y Puerto Rico, nos han sido confiadas por la Providencia. ¿Cómo iba a sustraerse el país a semejante deber?... Las Filipinas son nuestras para siempre. Inmediatamente detrás de ellas se encuentran los mercados ilimitados de China. Nosotros no renunciaremos ni a lo uno ni a lo otro".
¿Es preciso añadir que el sistema tradicional español crujió hasta sus cimientos en 1898? En los momentos en que otras grandes potencias —las de verdad, las de ahora— dominaban ya el mundo entero después de vertiginosa carrera colonial. España desaparecía de la escena como potencia ultramarina. Más adelante veremos cómo la nostalgia de ese pasado la desvió con frecuencia de la ruta de su regeneración. El desastre de 1898 llevaba a la conciencia de muchos españoles lo que ya era una realidad durante todo el siglo XIX pese a las colonias transoceánicas, que España era un país de segundo orden en el mundo capitalista, un país atrasado por su estructura agraria y su sistema de propiedad y cultivos, un campo propicio para las inversiones de oligopolios extranjeros y para manejos políticos y estratégicos de las grandes potencias.
Después del desastre de 1898, la monarquía española necesitaba un campo de acción para su ejército, hipertrofiado de generales, jefes y oficiales. Ya en 1900 consiguió, no sin muchos conciliábulos en Francia, una faja de terreno en Guinea (Muni) y una ampliación de los territorios de Rio de Oro. Marruecos se ofrecía como ocasión de glorias y fáciles ascensos para ese ejército al que Alfonso XIII reservaba la tarea de guardar "el orden social". En Marruecos tendría el Ejército guerra fácil y buen campo de maniobras, aunque para ello hubiera que invocar hasta el testamento de Isabel la Católica.
El problema de Marruecos no era de fácil solución. Si España había emprendido la acción, más como Estado anacrónico sediento de victorias fáciles para su ejército cortesano que como Estado imperialista moderno, diferentes intereses de los demás países y de los consorcios internacionales complicarían en gran manera la cuestión. Cuando acababa 1909, sólo se logró ocupar el Gurugú y la zona de Nador, con un ejército de 45.000 hombres (y trece generales) que sufrió más de más de 1.500 bajas.
En busca de España: En esta agonía decimonónica inserta ya en la cronología del siglo nuestro, ocupa lugar algo notorio —además de los postreros y geniales fulgores de un Costa o un Galdós— lo que se ha llamado generación del 98, así como las corrientes intelectuales que la siguen. Demos, pues, por buena la "creación" de la generación de Azorín. Todavía hoy, no la encontraron.
—La tierra es determinante en las formas de vida de los pueblos, aunque aún no sé si la tierra hace a los pueblos o son éstos responsables de que su país sea un erial o un jardín. España, en tiempos de los romanos, estaba cubierta por un gran bosque. Dicen que la deforestación fue obra del cristianismo. Los primitivos germanos tenían como dioses a los árboles. No nos extrañemos, pues, de que por obra de la propagación de la fe España se quedase deforestada. En Caracas hubo un gobernador, a comienzos del siglo XVIII, que mandó a talar todos los árboles que había en el Valle. Por eso no hay en Caracas un solo árbol que tenga más de dos siglos y medio, cuando es sabido que hay samanes, como el de Güere, que tienen más de mil años, y quinientos el gran uvero de Macuto. Por eso me pregunto, cuando algunos sabiondos opinan que el clima ha determinado nuestro atraso, ¿será el clima o serán los españoles?
La España del siglo XIX es la madre de la España contemporánea y sólo quien pretenda soslayar la misión española de nuestro tiempo puede hurtar el cuerpo a ese choque cordial con dos centurias comenzadas en el Parque de Monteleón, en Bailen y en la Isla de León. En nuestro siglo, tradición y progreso no se encastillarán en banderías, sólo beneficiosas a quien, temiendo a éste, invocan el nombre de aquélla en falso. España acudirá a la cita de la Historia.
—Y todavía, le están lamiendo el culo a los gringos, después de haberlos quebrado.
—¡Ah!, no olviden, el millón de muertos de la Guerra fascista de (1936-1939).
¡Gringos Go Home! ¡Pa'fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!
¡Independencia y Patria Socialista!
¡Viviremos y Venceremos!