Confieso que abrigué una ligera esperanza de que el recién realizado proceso electoral intermedio ofreciera resultados importantes para el país. Quise entender que el grado de descomposición que se registra en la cosa pública -la república- determinarían un severo castigo para quienes son responsables de ella. Soñé que después de las elecciones a Peña Nieto no le quedara otra alternativa que renunciar "por motivos de salud". Que, en tal virtud, las izquierdas sumarían un mayor porcentaje de la votación; incluso que MORENA alcanzaría los niveles de votación obtenidos por AMLO en 2006 y 2012. Nada de eso, todo lo contrario. Se me había olvidado que la descomposición nacional incluye indefectiblemente a la propia sociedad, cuyo comportamiento electoral obedece a esas razones de la política que la razón no comprende.
Contrario a lo esperado, Peña Nieto – "haiga sido como haiga sido" – recibe una tonelada de oxígeno que le llevará a seguir destrozándonos por tres años más, ahora con la mano en la cintura y con singular alegría. ¡Carajo! No lo puedo creer. La sicología haría bien en montar un esfuerzo de investigación para comprender este síndrome de suicidio colectivo. Paradójicamente, en un país en que la mayoría está en la pobreza, las elecciones las ganan quienes la provocan. Es el caso de la incomprensible condición conservadora de los que nada tienen que conservar, más que el yugo que los somete.
Dos tercios del electorado vota por la derecha. La serie trienal desde el 2003 hasta el 2015 muestra que la votación por los partidos conservadores –PRI, PAN, VERDE y PANAL- en términos porcentuales fue: 71, 66, 74.5, 67 y 61. Mientras que la de los partidos llamados progresistas –PRD, PT, MC y ahora MORENA- registraron: 22.5, 29, 18, 27 y 28. Ni siquiera en los mejores años electorales, con López Obrador como candidato, ha sido posible modificar esta nefasta relación.
Desde la izquierda nos desgarramos las vestiduras aduciendo que la sociedad mexicana está envenenada por la influencia de la iglesia y la televisión, o por la vecindad con los gringos, o el deterioro de la educación pública y hasta la mano del muerto y, tal parece, con eso nos justificamos. En efecto, la derecha aplica toda su energía para configurar la mentalidad social (¿educar?) conforme a sus intereses y su visión del mundo. La izquierda partidista mexicana está reñida con cualquier intento de educación política, empeñados en las disputas entre tribus y facciones, la pugna por las prerrogativas económicas y el llenado de hojas y hojas de firmas de adhesión, o de votantes comprometidos o de promotores del voto; el contenido de la acción política pareciera ser tabú. Ni siquiera MORENA, en su frescura, se ha podido deslindar de tales prácticas, por lo menos en el estado de Morelos de lo que puedo ser testigo. El resultado es obvio: al menor guiño de compra del voto la gente se va con la finta y se suma para formar esas dos terceras partes de apoyo a la derecha; incluso cambia su voto por el autógrafo de un afamado futbolista.
La verdadera izquierda, la no electoral, sí que debate y llena de contenido su actuar; indudablemente que el EZLN es un ejemplo al respecto. En los movimientos sociales de agraviados se registra un importante aporte de contenidos que dan sentido a la lucha y se educa en la acción misma de protestar. En las universidades públicas y en algunas privadas se investiga y se debate, se produce conocimiento aplicable a la solución de los problemas nacionales, pero no va más allá de lo académico. Es indispensable que la acción política de la transformación de la realidad aproveche estos contenidos para dar razón de ser a la lucha electoral.
Estoy en contra del financiamiento fiscal a los partidos; lo único que pudiera justificarlo sería la realización del esfuerzo de educación política de la población. Es un tema para exigir que sea cumplido por quienes aspiran a transformar la realidad por la vía electoral y cuentan con recursos para hacerlo.
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