(Guerra en Cuba)
No era empresa fácil mantener los restos del imperio colonial. La “Paz del Zanjón” no había sido tal, pues fue seguida de la llamada “guerra chiquita”, dirigida principalmente por José Maceo y Guillermo Moncada. Aunque el general Polavieja dominó esta fase de las hostilidades, comprendió ya entonces que el final ineluctable de los acontecimientos sería la independencia de la Isla.
Patriotas cubanos como Bonaechea, Limbano Sánchez y otros pagaron con su vida los diversos intentos de levantamiento realizados en años posteriores. Al mismo tiempo, uno de los mejores valores del pueblo cubano, José Martí, evadido de España –donde se encontraba deportado—en 1881, pasó a Tampa (Estado Unidos), formó el Partido Revolucionario Cubano y se convirtió en el guía e inspirador del movimiento de emancipación dentro y fuera del país. De incansable actividad, recorrió La Florida, Santo Domingo, Costa Rica, etc., aunando voluntades y organizando las fuerzas cubanas.
La opinión de la Isla evolucionaba también cada día más. El partido “autonomista” envía diputados a Cortes (en 1879 envío después de hallarse privado de este derecho durante casi medio siglo). Uno de ellos, Montoro, propuso al Congreso que se concediese “la autonomía colonial en toda su pureza”, pero su propuesta fue rechazada por 217 votos contra sólo 17, de los diputados autonomistas y republicanos.
En Madrid, sólo se pensaba en sacar jugo a las colonias, y aún apenas eso, pues prevalecían concepciones sobre el asunto propias de varios siglos atrás. Un historiador de tanta autoridad como Don Rafael Altamira ha diagnosticado aquella situación diciendo: “Se continuó escatimando derechos a los antillanos, recelando de todo movimiento liberal y empleando, cuando la situación se agravaba, procedimiento de fuerza”.
El 24 de febrero de 1895 marcó el comienzo de un nuevo y decisivo esfuerzo insurreccional: el Grito de Baire.
Un mes después se manifestaban también los primeros síntomas de Filipinas.
Como hemos visto, son momentos en que Cánovas se hace del Poder. Pero ahora, en lo colonial, se trata de la “unión sagrada”: conservadores, liberales, ultramontanos e incluso algún republicano a lo Castelar. Ahora es Sagasta quien, llamando a sus amigos para que voten los créditos pedidos por el Gobierno, dice en el Senado la tarde del 8 de mayo de 1895: “máxime ahora que tenemos una guerra en Cuba, para cuyo término dará España hasta la última gota de su sangre y su última peseta”. Y Cánovas le agradece este discurso “altamente gubernamental y altamente patriótico”. Y ya está en marcha la consigna enloquecedora. Se agitan las charangas, se envía a lo más pobre de la juventud española (puesto que las gentes acomodadas rescataban con dinero la obligación del servicio militar) mal equipada y peor alimentada, a morir en los campos pantanosos de Cuba, mientras los señoritos hacían estrategia en los cafés de la Península y cantaban La marcha de Cádiz. Mientras tanto, los Estados Unidos acechaban la ocasión. Ya en 1890 Mr. Blaine, secretario de Estado norteamericano, no se había recatado en declarar a la prensa: “Cuba caerá como una manzana madura en nuestras manos”. Pero la ceguera de los gobiernos españoles era tanta que cuando, ese mismo año, el diputado reformista cubano Sr. Labra pidió la simple autonomía para la Isla, Cánovas, también entonces jefe del Gobierno, no tuvo mejor respuesta que está: “España empleará la sangre de su último hombre y quemará su último cartucho y gastará su último céntimo en conservar aquellas provincias”.
Para comprender mejor el interés que los Estados Unidos tenían por las islas antillanas, damos a continuación los siguientes datos:
La producción azucarera cubana en 1892 había sido de 1.054.214 toneladas. De ellas fueron exportadas 1.023.719, de las cuales, 956.524, es decir, alrededor del 94%, a los Estados Unidos. El tabaco iba también a Estados Unidos. En cuanto a las importaciones, en general, si España colocaba productos por 92 millones de francos, Estados Unidos lo hacían por valor de 81 millones. (Las exportaciones de España eran, sobre todo, en calzados, tejidos y harina de trigo.)
El 2 de abril desembarcaba Maceo en las playas de Cuba. Las guerrillas se extendían por todo el país –muy por bajo de la realidad, pues eran dadas bajo censura española—del diario autonomista de Cuba La Lucha, había 6000 hombres armados en la manigua. Una célebre carta de Martínez Campos a Cánovas, que lo había nombrado capitán general de la Isla, en julio de 1895, es el mejor exponente de la situación:
“Cuando se pasa por los bohío del campo no se ven hombres y las mujeres, al preguntarlas por sus maridos e hijos, contestan con una naturalidad aterradora, “en el monte con fulano”; ni ofreciendo 500 ó 1000 pesos por llevar un parte, se consigue; es verdad que si los cogen los ahorcan; en cambio, ven pasar a una columna, la cuentan, y pasan los avisos con una espontaneidad y una velocidad pasmosas. Los cabecillas principales dan muerte a todos los correos, pero tienen una generosidad fatal con los prisioneros y heridos nuestros.”
Martínez Campos no se atreve a intensificar más la represión y se niega a crear campos de concentración para las familias de los sublevados. Y añade:
“Vencidos en el campo o sometidos los insurrectos, como el país no nos quiere pagar ni nos puede ver, con reformas o sin reformas, con perdón o con exterminio, mi opinión leal y sincera es que antes de doce años tenemos otra guerra…”
Refiriéndose al valor y disciplina del soldado español, dice que “no puede hablar mal de los insurrectos”, pues “casi igualan a los nuestros” en esas cualidades.
Era toda una nación puesta en pie. En los primeros días de 1896, las fuerzas cubanas seguían avanzando y llegaron hasta Marianao, a 12 quilómetros de la Habana. Entonces Cánovas destituyó a Martínez Campos y, decidido a hacer “la guerra cruel”, nombró al general Weyler capitán general de Cuba. Por esta razón dimitió el duque de Tetuán. Weyler entró en la Historia con el triste distintivo de establecer los campos de concentración y emplear el terror como método de guerra.
La política de Weyler dio pretexto para que las cámaras norteamericanas reconocieran la beligerancia a los insurrectos cubanos. Porque no hay que olvidar que en esta historia hubo siempre un tercer protagonista.
La operación estaba en marcha. El 4 de abril, Mr. Ilney, secretario de Estado norteamericano, entregaba una nota al ministro español en Washington, proponiendo los “buenos oficios” de su gobierno. En dicha nota se decía:
“El objeto de la presente comunicación no es discutir la intervención, ni proponer la intervención, ni preparar el camino de la intervención... lo que los Estados Unidos desean… es cooperar con España para la inmediata pacificación de la Isla, bajo una base que, dejando a España sus derechos de soberanía, consiga para el pueblo de la Isla todos aquellos derechos y deberes del gobierno propio local que razonablemente pueda pedirse". La nota pedía que España cesase su política de “hacer frente a la insurrección con la espada en la mano”.
Para situar históricamente la cuestión antillana, conviene no olvidar que desde 1873 se sucedían los desembarcos norteamericanos en la zona colombiana del istmo de Panamá. El mar antillano debía ser “Mare nostrum” para la flota gringa. En cuanto a Filipinas, era una avanzada al otro lado del Pacífico, enfilando hacía el nuevo poder, el Japón, y hacia el vasto mercado chino. El esfuerzo liberador de Cuba coincidía con una época en que los magnates de las riquezas estaban acabando de repartirse el botín, y buscaban por doquier aquellos puntos donde aún podían instalar su poderío económico.
En vano gestionaron apoyo Cánovas y Elduayen –su nuevo ministro de Estado—por las cancillerías europeas. Todos se desinteresaron; nadie quería un conflicto con los Estados Unidos por algo que no les afectaba directamente. La época de la Santa Alianza estaba muy lejos. Incluso Alemania, resentida por el fracaso del tratado de comercio, se opuso a cualquier ayuda por parte de la Triple Alianza. En cuanto al Vaticano, regentado por León XIII, aconsejó al gobierno español la implantación de reformas. Pero las reformas tímidas y análogas al régimen de Puerto Rico fueron “otorgadas” y no “negociadas”. ¡Demasiado tarde! Labra dijo en aquella ocasión:
“Tengo ahora más motivos que en 1895 para asegurar que ya no prosperará reforma alguna en nuestras Antillas si no la acompaña una amplia reforma electoral. Yo pido el sufragio universal, lo mismo que en la Península.”
En 1897, Mac-Kinley sucedió a Cleveland en la presidencia de los Estados Unidos. Las posiciones de arreglo pacífico disminuían con este cambio.
Cánovas no hacía nada por arreglar la cuestión. Para darse cuenta del estado de espíritu de este gobernante basta con leer lo que dijo a fines de 1896 al corresponsal del periódico francés Le Journal:
“Los negros en Cuba son libres; pueden contraer compromisos, trabajar o no trabajar… y yo creo que la esclavitud era para ellos mucho más preferible a esta libertad que no han sabido aprovechar más que para no hacer nada y formar masas de desocupados. Todos los que conocen a los negros le dirán que en Madagascar, como en el Congo y en Cuba, son perezosos, salvajes, inclinados a obrar mal, que hay que manejarlos con autoridad y firmeza para obtener algo de ellos. Esos salvajes no tienen otros dueños que sus instintos, sus apetitos primitivos.”
Sin comentarios.
La guerra devastaba Cuba y también el archipiélago filipino. Solamente del 1° de marzo de 1895 al 1° de marzo d 1897 se habían enviado a Cuba: 10 generales, 675 jefes, 6.222 oficiales y 180.345 soldados. Y a Puerto Rico: 3 generales, 25 jefes, 179 oficiales y 4.620 soldados. A Filipinas, sólo desde septiembre de 1896 hasta el 27 de febrero de 1897, se enviaron 6 generales, 97 jefes, 735 oficiales y 25.784 soldados.
El ejército de Cuba, que contaba con 200.000 hombres, había tenido hasta mayo de 1897 las siguientes bajas: 2.129 muertos, 8.627 heridos. ¡Más de 53.000 muertos de fiebre amarilla y otras enfermedades! Y 20.000 repatriados a la Península, inútiles por enfermedades o heridas. Las pérdidas en Filipinas (como las anteriores, según fuentes oficiales) eran solamente de 260 muertos y 920 heridos. Esos soldados eran los más pobres de España. Por 1.500 pesetas (o 2.000, si se trataba de ser destinados a las colonias) se obtenía la liberación del servicio militar. Desde el 1° de marzo de 1895 a 1° de marzo de 1897, las familias españolas pagaron más de 78 millones para librar del servicio a unos 45.000 reclutas.
Como se ve, la situación no podía ser más grave. El 19 de mayo, Sagasta declaraba ante las minorías de diputados y senadores liberales:
“Después de haberse enviado 200.000 hombres y de haberse derramado tanta sangre, no somos dueños en la Isla de más terreno que el que pisan nuestros soldados.”
Moret, en un mitin en Zaragoza, reclamó la autonomía para Cuba. El 14 de julio Pi y Margall, más clarividente, declaraba que si la cuestión de Cuba no podía arreglarse por medios pacíficos habría que ir al reconocimiento de su indepencia, así como de la autonomía de Filipinas.
Esa era la situación cuando la muerte de Cánovas llevó a Sagasta al Poder, con Moret en Ultramar.
¡Gringos Go Home! ¡Pa’fuera tús sucias pezuñas asesinas de la América de Bolívar, de Martí, de Fidel y de Chávez!
¡Chávez Vive, la Lucha sigue!
¡Viviremos y Venceremos!