El Virrey Don Luis de Videgaray, que es conde de Malinalco y es… conde sus sinrazones, dictó cátedra y, muy ufano, advirtió que la fortaleza del mercado interno proveerá el impulso suficiente para sostener el crecimiento de la economía nacional, ahora que el mercado de exportación experimenta exiguas expectativas. (¡Válgame, cuánto ex! Sólo falta, y urge, el de ex secretario para Videgaray). El tecnócrata por excelencia resulta, además, ser un pésimo tecnócrata; o sea: sobre malo para peor. Es cierto, el mercado interno debe ser el soporte fundamental del crecimiento y así debió haber sido siempre, antes de que fuese brutalmente destruido por la aplicación de un modelo impertinente que se basó en la apertura al comercio externo, en aras del cual la planta industrial mexicana fue destroncada.
En la condición actual ni con chochos el exiguo mercado interno, en automático, podrá aportar mayor cosa. Entre más creciera la demanda mayores serían las importaciones y ya no tenemos dólares para adquirirlas; el déficit comercial se vería aumentado de manera insostenible si se mantiene el régimen de apertura vigente. Pero la incongruencia tecnocrática no sólo insiste en el librecambismo sino que lo aherroja con mayor fuerza al inscribirse en el Acuerdo Transpacífico (ATP) tan crípticamente negociado.
Fortalecer el mercado interno para que cumpla la función que hoy se le devuelve requiere de acciones concretas para aumentar el empleo y los salarios, exactamente en la antípoda de la fórmula neoliberal adoptada o impuesta, cuyo afán por lograr una dudosa competitividad internacional se ha fincado sobre el bajo costo de la mano de obra en beneficio de las inversiones extranjeras. Es una coyuntura de perder y perder: a mayor salario habría más importaciones y menos inversiones externas y, por ende, mayor desequilibrio de la balanza de pagos.
La actividad productiva nacional, destroncada como está por el efecto de las importaciones, no logra constituir una oferta suficiente para un supuesto incremento del consumo doméstico. La posibilidad de respuesta de la producción local no es inmediata, la capacidad ociosa fue destruida tanto en el campo como en la industria. Demos gracias a Salinas de Gortari y la caterva tecnocrática que se incrustó en el gobierno.
Lo dicho por Videgaray no es más que floritura declarativa para aliviar tensiones; para que tuviera visos de sinceridad tendría que comenzar reconociendo la inoperancia del modelo. No sólo no se da tal premisa sino que se continúa encadenando al país a la globalización neoliberal, con el ATP, con la marcha para atrás en materia fiscal, con la promoción de venta del país a los extranjeros, con el campo aún más abandonado, etc. Hasta la relativamente poco importante discusión sobre la marihuana se convierte en cortina de humo eficaz para esconder la realidad que nos agobia.
El sistema es un barco que hace agua por todos lados y se encamina al hundimiento seguro. Ahora que es todavía más claro que no funciona lo único válido es levantar el acta de defunción y emprender el debate respecto del un nuevo curso para el desarrollo; diseñar una política económica acorde a la realidad, incluyendo una política industrial idónea; un esquema laboral justo y proveedor de progreso; un tratamiento eficaz para dirigir el consumo hacia formas que respeten a la naturaleza.
Pero el asunto no es meramente económico sino profundamente político. Nada va a cambiar mientras sigan incrustados los tecnócratas en el poder; nada cambiará si no se eliminan los perversos candados elevados a rango constitucional y si no se revisa a fondo la Constitución misma. No caben los parches ni las improvisaciones, la revisión tiene que ser integral para recuperar coherencia y sustancia de nación.
Le tomo la palabra a Peña Nieto: en la circunstancia del país no se vale "nadar de a muertito".
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