"La situación de Bolivia podría compararse con el caso de una persona que padece un cáncer. Ésta sabe que se enfrenta a la intervención más peligrosa y dolorosa que existe (y la estabilización monetaria y otras medidas por el estilo lo son sin duda). Pero no tiene alternativa."
En 1985, Bolivia pasó a formar parte de la ola "democrática" que barría en aquellos momentos el mundo en vías de desarrollo. Durante dieciocho de los veintiún años previos, los bolivianos habían estado sometidos a una forma u otra de dictadura. En aquel instante, tenían la oportunidad de escoger a su presidente en unas elecciones nacionales.
Ahora bien, hacerse con el control de la economía boliviana en aquella particular coyuntura tenía menos de premio que de castigo: su deuda era tan elevada que la cuantía de lo que Bolivia debía sólo en conceptos de intereses era superior al total de su presupuesto nacional. Un año antes, en 1984, la administración de Ronald Reagan había puesto la situación del país al límite financiando una ofensiva sin precedentes contra sus cultivadores de coca, plata de cuyas hojas se puede obtener cocaína tras un proceso de refino. El asedio, que transformó una amplia zona de Bolivia en una auténtica zona militarizada, o sólo asfixió el comercio de coca, sino que también interrumpió la fuente de aproximadamente la mitad de los ingresos por exportaciones del país, lo que precipitó un descalabro económico general. Según informó el New York Times por aquel entonces, "cuando el ejército se adentró en el Chapare en agosto y cerró parte del grifo de los narcodólares, la onda expansiva se dejó sentir de inmediato en el hasta entonces próspero mercado negro operativo en dólares. Menos de una semana después de la ocupación del Chapare, el gobierno se vio obligado a devaluar el precio oficial del peso en más de la mitad". En apenas unos meses, la inflación se había multiplicado por diez y miles de personas abandonaban el país para buscar empleo en Argentina, Brasil, España y Estados Unidos.
Bolivia afrontó sus históricas elecciones nacionales de 1985 en aquellas volátiles circunstancias, con una inflación anual de hasta el 14.000%. Las elecciones fueron una contienda entre dos figuras familiares para los bolivianos: un exdictador, Hugo Banzer, y un ex-presidente electo, Víctor Paz Estenssoro. La votación fue muy reñida y la decisión final correspondió al Congreso de Bolivia, pero el equipo de Banzer estaba convencido de haber ganado los comicios. Antes incluso de que se anunciaran los resultados definitivos, contrataron los servicios de una casi desconocido economista de treinta años llamado Jeffrey Sachs para que les ayudara a elaborar un plan económico antiinflacionista. Sachs era una estrella emergente del Departamento de Economía de Harvard que acumulaba diversos premios académicos y se había convertido en uno de los profesores titulares más jóvenes de aquella universidad. Unos meses antes, una delegación de políticos bolivianos había visitado Harvard y había visto a Sachs en acción; las bravuconadas de éste les habían dejado impresionados. El joven profesor les había dejado impresionados. El joven profesor les había dicho que podía dar la vuelta a su crisis inflacionaria en uno solo día. Sachs carecía de experiencia en el terreno de la economía del desarrollo, pero, según él mismo admitiría años más tarde, "creía que sabía todo lo que había que saber" sobre la inflación.
América Latina hacía una década y que consistían fundamentalmente en el convencimiento de que, para escapar de la pobreza, el continente necesitaba romper con las estructuras de propiedad coloniales mediante políticas intervencionistas como la reforma agraria, las protecciones y las subvenciones al comercio, la nacionalización de los recursos naturales y la gestión cooperativa de los centros de trabajo. Sachs no tenía tiempo para cambios tan estructurales. O sea que, si bien no sabía casi nada sobre Bolivia ni sobre su larga tradición de explotación colonial, ni la represión a la que se habían visto sometidos siempre sus habitantes indígenas, ni sobre las conquistas que tanto esfuerza había costado conseguir en la revolución de 1952, estaba convencido de que, además de hiperinflación, Bolivia era víctima del "romanticismo socialista": la misma falsa ilusión de desarrollismo que una generación anterior de economistas formados en Estados Unidos había intentado erradicar del Cono Sur.
Donde el camino de Sachs se aparataba de la ortodoxia de la Escuela de Chicago era en que él creía que las políticas del libre mercado tenían que ser respaldadas con medidas de alivio de la deuda y con ayudas generosas: par el joven economista de Harvard, la mano invisible no era suficiente. Esta discrepancia acabaría haciendo que Sachs se separa definitivamente de sus colegas partidarios del laissez-faire más puro y se dedicara en exclusiva al tema de las ayudas. Pero para ese divorcio aún quedaba unos años. En Bolivia, la ideología hibrida de Sachs no hizo más que contribuir a ciertas contradicciones de lo más peculiar. Así, por ejemplo, nada más bajar del avión en la Paz, respirando aquella fina atmósfera andina por vez primera, se imaginó a sí mismo como una especie de Keynes de nuestro tiempo que acudía allí a salvar al pueblo boliviano del "caos y el desorden" de la hiperinflación. Aunque el principio central del keynesianismo es que los países que padecen una recesión económica severa deben gastar dinero para estimular la economía, Sachs adoptó el enfoque contrario y abogó por la austeridad en el gasto público y por el aumento de precios en plena crisis (la misma fórmula de contracción económica que Bussiness Week había calificado tiempo atrás como propia de un "mundo esquizofrénico de depresión inducida deliberadamente").
Sachs tenía un consejo muy directo y simple para Banzer: sólo una terapia de shock súbito remediaría la crisis hiperinflacionaria boliviana. Así que le propuso multiplicar por diez el precio del precio del petróleo y desregular los precios de toda una serie de productos, además de practicar diversos recortes presupuestarios. En un discurso ante la Cámara de Comercio Bolivianoamericana, Sachs volvió a predecir que podría poner fin a la hiperinflación de la noche a la mañana y, según él mismo escribiría más tarde, "e público asistente sintió una mezcla de sobresalto y de gran alegría ente aquella posibilidad". Sachs, al igual que Friedman, creía fervientemente que basta una política que induzca una sacudida repentina para que "una economía se reoriente y salga del callejón sin salida en el que se encuentra (sea éste el callejón sin salida del socialismo, de la corrupción masiva o de la planificación central) para transformarse en una economía de mercado normal".
Mientras Sachs hacía tan osadas promesas, los resultados de las elecciones bolivianas estaban todavía por decidir. El ex-dictador Hugo Banzer se comportaba como si hubiera salido victorioso de ellas, pero su rival en la contienda, Víctor Paz Estenssoro, no había ofrecido escasos detalles concretos de cómo pretendía abordar la inflación. Pero había sido elegido en tres ocasiones presidente de Bolivia con anterioridad, la última de ellas en 1964, antes de ser depuesto por un golpe de Estado. Paz había sido, precisamente, el rostro de la transformación desarrollista de Bolivia, ya que había nacionalizado las grandes minas de estaño del país, había empezado a distribuir tierras entre los campesinos indígenas y había defendido el derecho al voto de todos los bolivianos. Como Juan Perón en Argentina, Paz había sido una figura compleja pero omnipresente en el panorama político de Bolivia y, a mendo, había practicado bruscos cambios de alianzas para mantenerse en el poder o para regresar a él. Durante la campaña de 1985, un Paz ya envejecido juró lealtad a su pasado "nacionalista revolucionario" e hizo alguna que otra referencia imprecisa a un cierto grado de responsabilidad fiscal. No era un socialista, pero tampoco era un neoliberal de la Escuela de Chicago… o eso, al menos, era lo que los bolivianos creían.
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