—En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandista que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado, como un maquiavélico conspirador que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar.
Durante muchos años Gringolandia presentó las «guerras sucias» del Cono Sur como igualadas batallas entre los militares y peligrosas guerrillas, una lucha que a veces se les iba de las manos a las juntas militares pero que aun así valía la pena apoyar militar y económicamente. Cada vez hay más pruebas de que en Argentina, al igual que en Chile, Washington sabía que estaba apoyando un tipo de operación militar muy distinta.
La inmensa mayoría de las victimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos que trabajaban en fábricas, granjas, arrabales y universidades. Eran economistas, artistas, psicólogos y gente leal a partidas de izquierdas. Les mataron no por sus armas (QUE NO TENÍAN) sino por sus creencias. En el Cono Sur, donde nació el capitalismo contemporáneo, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
—"Para nosotros, fue una revolución", —dijo Pinochet—. Era una descripción adecuada. El 11 de septiembre de 1973 fue mucho más que el violento final de la pacífica revolución socialista de Allende; fue el principio de lo que The Economist calificaría más tarde de "contrarrevolución", la primera victoria concreta en la campaña de la Escuela de Gringolandia por recuperar las ganancias que se habían conseguido con el desarrollismo y el keynesianismo. A diferencia de la revolución parcial de Allende, templada y matizada por el característico tira y afloja de la democracia, esta revuelta, impuesta mediante la fuerza bruta, tenía las manos libres para llegar hasta el final. En los años siguientes, las políticas descritas en "el ladrillo" se impondrían en docenas de otros países bajo la coartada de una amplia gama de crisis. Pero Chile fue la génesis de la contrarrevolución, una génesis de terror.
José Piñera, un alumno de la Facultad de Economía de la Universidad Católica que se definía a sí mismo como un Chicago Boy, era estudiante de posgrado en Harvard cuando tuvo lugar el golpe. Al oír las buenas noticias, regresó a casa "para ayudar a fundar un país nuevo, dedicado a la libertad, de las cenizas del antiguo". Según Piñera, que acabaría convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con Pinochet, está era "la auténtica revolución… un movimiento radical, completo y sostenido hacia el libre mercado".
Antes del golpe, Augusto Pinochet tenía reputación de muy educado, casi demasiado obsequioso, reputación de adular y dar siempre la razón a sus superiores civiles. Como dictador, Pinochet desveló nuevas facetas de su carácter. Se adueñó del poder con un regocijo indecoroso y adoptó la actitud de un monarca absoluto, declarando que el "destino" le había otorgado su cargo. Sin dilación, dirigió un golpe dentro del golpe para de los otros tres líderes militares con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe supremo de la nación, además de presidente. Le encantaba la pompa y la ceremonia, prueba de su derecho a gobernar, y no desperdiciaba ninguna ocasión de vestirse con su uniforme prusiano, con capa y todo. Para moverse por Santiago, escogió una caravana de Mercedes-Benz dorado y a pruebe de balas.
A Pinochet se le daba bien gobernar de forma autoritaria, pero, igual que Suharto, no sabía prácticamente nada de economía. Eso era un problema, porque la campaña de sabotaje empresarial liderada por ITT había conseguido hacer que la economía entrara en barrena y Pinochet se encontró con una crisis entre manos. Desde el principio se produjo una lucha de poder dentro de la Junta entre los que simplemente querían reinstaurar el statu quo anterior a Allende y regresar rápidamente al sistema democrático, y los de Gringolandia, que presionaban para conseguir una liberación del mercado de pies a cabeza que tardaría años en imponerse. A Pinochet, que disfrutaba a fondo de sus nuevos poderes, no le gustaba nada la idea de que su destino fuera una simple operación de limpieza, limitada a "restaurar el orden" y luego marcharse. "No somos como una aspiradora que barrió el marxismo para luego darle el poder a esos señores políticos", dijo. La visión de los de Gringolandia de una remodelación completa del país estaba en sintonía con su recién desatada ambición y, al igual que Suharto con la mafia de Berkeley, de inmediato nombró a varios licenciados como sus principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro, el líder de hecho del movimiento y principal autor del "ladrillo". Los llamaba los tecnos —los tecnócratas—, lo cual encajaba con la pretensión de los de Gringolandia de que arreglar una economía era una cuestión científica y no de elecciones humanas objetivas.
Pese a que Pinochet entendía poco sobre inflación y tipos de interés, los tecnos hablaban un lenguaje que comprendía. Para ellos la economía era una fuerza de la naturaleza a la que había que respetar y obedecer porque "ir contra la naturaleza es contraproducente y es engañarse a uno mismo", como explicó Piñera. Pinochet estaba de acuerdo: la gente, escribió en una ocasión, debe someterse a la estructura porque "la naturaleza muestra que el orden básico y la jerarquía son necesarios". Esta convicción compartida de obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la alianza Pinochet-Gringolandia.
Durante el primer año y medio Pinochet siguió fielmente las reglas de los Gringos; privatizó algunas, aunque no todas, empresas estatales (entre ellas varios bancos); permitió formas nuevas y muy avanzadas de especulación financieras; abrió las fronteras a las importaciones extranjeras, derribando las barreras que habían protegido durante mucho años a las manufacturas chilenas y recortó el gasto público un 10% excepto, claro, el gasto militar, que aumentó significativamente. También eliminó el control de los precios, una decisión radical en un país que llevaba regulando el costo de productos de primera necesidad como el pan y el aceite durante décadas.
—No soy un fantasma cualquiera: Soy, El Libertador, que he venido a salvar a nuestra Venezuela del Caos.