No llegan a ser ni los últimos de la fila, son los del subsuelo, los de la alcantarilla, los de las zanjas a piocha y a chuzo, los que cargan en sus hombros el agravio y la insolencia de una sociedad indolente y de doble moral que los deshonra.
Los explotados a todas horas, todos los días, en cualquier lugar.
Los del lomo curtido y las manos agrietadas, los del alma herida, milenariamente. Los de la mirada transparente y pecho acribillado.
Los parias, los huele pega, los marchantes, los indios patas rajadas, las putas de arrabal, los pueblerinos, los jornaleros, los indocumentados, los tostados por el sol, los insignificantes, los impronunciables. Los vendedores de mercado, los ambulantes. Las sirvientas, los albañiles, los mil usos, los inservibles. El peón.
Los de los dientes podridos y la piel supurante. Los de los pies destrozados entre astillas y ansiedad. Los que se cortan las venas con botellas quebradas en el caos y la precariedad. Los locos de mierda deambulando en las calles, inyectándose historias que nadie quiere contar. Un trago que quema el buche llagado, del paria que llora la desolación, de ser nadie en un mundo de mierda, donde lo importante es la adulación.
El paria olvidado camina de frente, a veces deambula en la ensoñación, que un día la angustia se largue y lo deje, que un día el hambre se vuelva raudal, la alegría de la lluvia cayendo en el cerro y la de los niños saltando jugando a soñar.
El paria cansado jamás se detiene, le pone el pecho a cualquier deshonor, sabe que su nombre no es delincuente, aunque así lo señale el estafador. Aguanta y resiste milenariamente, porque es brasa roja en el polletón, la llama encendida que nunca se apaga, es el verso libre en el ventarrón.