Amadeo, firme en su abdicación, el gobierno Ruiz Zorrilla desconcertado y queriendo retrasar lo inevitable, los diputados nerviosos dentro del Congreso y el pueblo enardecido en las calles. Era la tarde del 10 de febrero de 1873 y los telegramas procedentes de provincias acusaban análoga efervescencia en todo el país.
Son las cuatro de la tarde cuando Figueras, Castelar y otros diputados republicanos encaramados a las ventanas del Congreso que dan a la calle de Fernanflor se dirigen al pueblo: "No saldremos de aquí sino con la proclamación de la República o Muertos".
Pasan las horas. El banco azul sigue vacío. La Cámara discute cuestiones de trámite y la tensión aumenta. Figueras interpela con indignación. Por fin llegan Ruiz Zorrilla y sus ministros. Zorrilla y e, ministro de Estado, Martos, basándose en que el Rey no ha abandonado definitivamente la corona, intentan suspender a discusión. Pero el Congreso aprueba la proposición de los republicanos de constituirse en sesión permanente. Cincuenta diputados quedan de guardia durante toda la noche acompañando al presidente; la bandera sigue enarbolada. Los grupos populares armados se mantienen en sus puestos.
Y amaneció el once de febrero. A la una y media de la tarde Amadeo, con palabras desabridas, entregó a Ruiz Zorrilla el texto de la abdicación en nombre suyo y de sus sucesores. A las tres de la tarde abrió el Congreso su sesión plenaria. Oída la renuncia acordó reunirse junto con el Senado, en Asamblea Nacional. A las cuatro y media entraban en el salón de sesiones los miembros del Senado, precedidos de maceros. La renuncia de Amadeo era aceptada, Pi y Margall se levantó para defender la solución republicana: "No tenéis Rey ni Gobierno; tenéis un solo poder legítimo: las Cortes". Horas después, tras debate apasionado, la Asamblea aceptaba por 256 votos contra 32 la siguiente proposición presentada por Nicolás y Francisco Salmerón, Lagunero, Figueras, Moliní y Fernández de las Cuevas: "La Asamblea Nacional resume todos los poderes y declara como forma de gobierno de gobierno de la Nación la República, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno".
A las doce de la noche quedaba constituido por votación secreta (en la que participaron 256 diputados) el primer Gobierno de la República, que estaba así formado: Presidente del Poder Ejecutivo; Estanislao Figueras. Gobernación; Pi y Margall. Gracia y Justicia; Nicolás Salmerón. Estado; Castelar. Guerra; General Córdoba. Marina; Berenguer. Hacienda; Echegaray. Fomento; Becerra: Ultramar; Francisco Salmerón.
La quiebra de la institución monárquica, tras la renuncia de Amadeo, incapaces aún las castas aristocráticas de imponer el retorno de los Borbones, conducía a esta situación casi convencional en que, paradójicamente, ministros de la monarquía constitucional se codeaban en el banco azul con republicanos a ultranza.
La derecha estaba desconcertada o sólo pensaba en las soluciones de fuerza; la izquierda burguesa y liberal se encontraba con el poder nominal en las manos y falta de base social; los trabajadores, cuya mayoría activa estaba influenciada por el "apoliticismo" de Bakunin, no eran, por esa razón, fuerza capaz de consolidar la República ni de reforzar sus propias posiciones dentro de ésta. El Gobierno recibía un Estado de estructura conservadora, un Ejército cada día más moderado, un Tesoro exhausto y una guerra civil en el norte del país.
Toda la reacción se alzó contra la naciente República. La sedición carlista asoló las regiones del Norte. Las potencias extranjeras no reconocieron al gobierno republicano, la nobleza continuó conspirando y los militares la siguieron por ese camino.
El Gobierno suprimió el impuesto de consumos que gravaba las mercancías a la entrada de cada municipio, promulgó amplia amnistía y suprimió las quintas, respondiendo con tales medidas a vehementes deseos populares, acreditando con la última de dichas disposiciones más su buena fe que sus aptitudes de dirección del Estado, La ley del 17 de febrero de 1873 decía en su artículo 2º: "Queda abolida la quinta para reemplazo del Ejército"; el art. 3º instituía el ejército activo a base de voluntarios retribuidos con una peseta diaria; los mozos de cada reemplazo formarían la reserva después de cumplidos un periodo de instrucción.
Esa audacia no corría pareja con la debilidad gubernamental cuando se trataba de remozar y democratizar la Administración. Desde que Pi y Margall se posesionó del cargo de ministro de la Gobernación comenzó a recibir noticias de toda España comunicando la destitución de los antiguos Ayuntamientos, sustituidos, en numerosas ciudades, por juntas revolucionarias. El Gobierno dio órdenes para disolver esas juntas ordenando la reposición de los Ayuntamientos. Al hacerlo así creía cumplir la legalidad prerrepublicana con espíritu de continuidad pero iniciaba su política de vacilaciones que le privaría de su base normal de sustentación sin atraerse jamás la de las fuerzas conservadoras.
El movimiento obrero, que tanto auge había cobrado, no tardó en manifestarse. La "Sociedad Obrera" de Barcelona difundió una proclama cuyo primer firmante era el internacionalista J. Nuet, que ya conocemos, en que esencialmente se decía:
"Queremos el establecimiento de la enseñanza obligatoria en todo grado posible; la instrucción tan necesaria para el obrero. Queremos que rijan en los talleres y fábricas condiciones higiénicas, que la salud del obrero así lo exige. Queremos, en fin, evitar en lo posible el triste espectáculo de ver a los niños perder su salud en trabajos impropios de su edad". Y terminaba así: "¡Armas al pueblo trabajador! ¡Autonomía del Municipio! ¡Menos horas de trabajo y más salario! Salud y emancipación social"·
Unas diez mil personas se reunieron en la plaza de Cataluña, de Barcelona, para oír a los oradores obreros —que se expresaron en catalán— y aprobar las siguientes conclusiones que fueron transmitidas al Gobierno por el alcalde popular Narciso Buxó: "a), armar al pueblo para sostener la política de la República y combatir la reacción; b), declarar la plena autonomía municipal; c), legislación de reformas sociales; reducción de jornada y aumento de salario".
El 15 de febrero, las Comisiones paritarias de fabricantes y obreros reunidas con el alcalde llegaron al acuerdo de establecer la semana de 64 horas de trabajo y para los obreros a destajo aumentar el 7,5% de su retribución. La Unión Manufacturera prosiguió reivindicando el acortamiento de la jornada de trabajo y cuando celebró su 5º Congreso pidió a las Cortes que se legislase sobre el particular.
Por todas partes se asistía a un despertar popular, aunque a veces se manifestase de forma confusa o incoherente. La agitación se extendió a numerosos pueblos de Andalucía donde los campesinos creyeron que la República mejoraría sus condiciones de vida. En Montilla, por ejemplo, se produjo un verdadero motín y los trabajadores agrícolas intentaron apoderarse de las tierras.
Pero el nuevo Poder era sumamente frágil. El 24 de febrero ya estaba en crisis el gobierno Figueras. En medio de una crisis latente, las Cortes decidieron el 4 de marzo convocar Cortes Constituyentes para el 1º de mayo y suspender sus sesiones no sin antes aprobar la abolición definitiva de la esclavitud y la supresión de las matrículas de mar.
Las derechas pensaban que serías fácil desembarazarse de la República. El 23 de abril, los batallones monárquicos de la Milicia nacional intentaron sublevarse. Al parecer, contaban con las Guardia Civil, con militares de gran alcurnia como Serrano, Valmaseda, Ros de Olano (del que ya sabemos su vocación por las sociedades anónimas). Topete, con civiles como Becerra (ministro el 11 de febrero) y, según malas lenguas, Sagasta y Cristiano Martos, este último presidente del Congreso hasta la clausura de sesiones. Este galimatías político era fiel reflejo de la situación. Pero esta vez el Gobierno estuvo prevenido y movilizó a los batallones de Milicias republicanos. La Guardia Civil no se movió, los militares comprometidos tampoco. Los monárquicos se encerraron en la Plaza de Toros donde apenas resistieron a la columna gubernamental del brigadier Carmona y los últimos de ellos se rindieron en el Palacio de Medinaceli.
El 1º de junio se reunieron las Cortes Constituyentes. Los carlistas estaban en el campo, los alfonsinos decretaron retraerse, así como la mayoría de los grupos políticos de derecha y centro; sin embargo, Ríos Rosas, Romero Robledo, Silvela y otros se rentaban en los escaños. Éstos estaban ocupados en su mayoría por republicanos federales: La maledicencia conservadora apodó a las Constituyentes con el remoquete de "el tren de tercera".
Figueras no se presentó ante las Cortes. Prefirió tomar el tren de Zaragoza y desde allí marcharse a Francia. En medio de esta lamentable situación se constituyó el 11 de junio, no sin discusiones laboriosas, el gobierno Pi y Margall. Éste guardó para sí la cartera de Gobernación y las restantes se distribuyeron como sigue: Estado, Cervera; Gracia y Justicia, Pedregal; Hacienda, Carvajal; Guerra, Estévanez; Marina, Aurit; Fomento, Palanca; Ultramar, Sorní. Pi y Margall declaró que el Gobierno venía "a salvar la cuestión de orden público haciendo que todo el mundo doble la cabeza ante la ley".
Breve fue el gobierno de Pi y Margall y durante él la situación no hizo más que agravarse: Mientras tanto, las Cortes habían decidido que la República sería federal y elaboraron un proyecto de Constitución de la República Federal Española, encabezado por una declaración de derechos individuales, que jamás llegó a ser discutido, a excepción de su título primero. Este documento, muy interesante para comprender las ideas de la época, fue presentada a las Cortes el 17 de julio por la Comisión redactora encabezada por Castelar y Palanca. La única vez que se discutió sobre él fue en la sesión del 11 de agosto. Otro proyecto más izquierdista, elaborado por los señores Quintero, Cala y Benot, no fue tomado en consideración.
Pi y Margall era partidario de una política de conciliación con los izquierdistas llamados "intransigentes" y de dar base popular a la Republica, Preparó medidas sociales como el restablecimiento de Jurados Mixtos de patronos y obreros (los primeros de Europa) y otra que se promulgaron poco después de dejar el Poder, como la ley del 24 de julio de 18734 reglamentando el trabajo de los menores de 16 años y la ley del 26 de julio sobre protección de niños empleados en juegos de equilibrio, fuerza o dislocación.
No obstante, la situación se ponía cada día más tensa y los "intransigentes" pensaban ya en la insurrección cantonal. Era fácil sembrar el descontento, porque mientras en las Cortes se teorizaba sobre los derechos del pueblo, en Andalucía y Extremadura el pueblo seguían trabajando la tierra para el señor. Las autoridades locales agravaban la situación, cerrando los locales obreros o prohibiendo sus reuniones, como sucedió en Jerez, Sevilla, Sanlúcar de Barrameda, Valencia, Palma, etc.
En Barcelona, los ánimos se excitaron mucho a causa de las derrotas sufridas por las fuerzas gubernamentales de manos de los carlistas. El 14 de junio la Internacional declaró la huelga general como pretexto de que "el Gobierno toma fuerzas del Ejército para combatir a nuestros hermanos los trabajadores de otras poblaciones, y deja abandonada la guerra carlista". Las proclamaciones añadían: "no queremos que las tropas en vez de combatir a los carlistas vayan a combatir a nuestros hermanos."
En efecto, la situación tomaba giro catastrófico en las provincias del Sur y Levante. La orientación del movimiento obrero contribuía a agravarla. Los bakuninistas eran seguros aliados de los federales "intransigentes" en aquellas revoluciones de campanario que ponían en grave aprieto al Poder republicano central. Durante el mes de junio estallaron insurrecciones cantonales en Málaga, San Fernando, Sanlúcar y Sevilla. El 30 de junio, el pueblo de Sevilla se apoderaba de las armas del Parque. El gobernador comunicaba a Madrid que creía inevitable "la proclamación del Estado de Andalucía". Los primeros días de julio (el 7) una asamblea obrera acuerda en Alcoy declarar la huelga general. Fracasadas las negociaciones con el alcalde, Sr. Albors, éste, los patronos y los escasos guardias civiles de retén se parapetan esperando refuerzos armados de Alicante. Los obreros se arman y en número de 5.000 se hacen dueños de la situación. En la refriega muere el alcalde. El Consejo Federal de la sección española (bakuninistas) de la Internacional —que residía en Alcoy por decisión del Congreso de Córdoba— se hace dueño de la situación. Se nombra un Comité de Salvación Pública, dirigido por Severino Albarracín, secretario del Consejo Federal. Pero el 12 de julio se rinden a las tropas del general Velarde a cambio de una amnistía general. (Las fuerzas de Velarde debían ir al Maestrazgo a combatir los carlistas.) Entre tanto, los cantones surgían por doquier: en Valencia, Murcia, Granada, Cartagena… Pi y Margall, que quería a toda costa negociar con los "intransigentes", se encuentra imposibilitado de actuar y se ve obligado a presentar la dimisión cediendo el paso a un gobierno más moderado. Es el 18 de julio y, en ese momento, el Gobierno sólo ejerce su autoridad sobre Madrid y Barcelona. En Andalucía se había formado un ejército de 1.677 infantes, 357 caballos y 16 cañones al mando del general Ripoll al que Pi y Margall había dicho: "no entre usted en Andalucía en son de guerra".
Se formó entonces el gobierno presidido por D. Nicolás Salmerón, cuya distribución de carteras era: Estado, Soler y Pla; Gracia y Justicia, Moreno Rodríguez; Gobernación, Maisonave; Hacienda, Carvajal; Guerra, González Iscar; Marina, Oreiro; Fomento, Fernando González; Ultramar, Palanca.
Ese Gobierno destituyó a todas las autoridades civiles y militares sospechosas de simpatizar con los cantonales; lanzó contra éstos dos divisiones (unos 6.000 hombres en total), compuestos por tropas de línea encuadradas por guardias civiles, al mando de los generales Pavía, Martínez Campos, Mackenna y Turón; propuso aumentar a 30.000 hombres las fuerzas de la Guardia civil y declaró piratas a las unidades de la flota de guerra que, bajo las órdenes del gobierno cantonal en Cartagena presidido por el general Juan Contreras (desde el 13 de julio), recorrían las costas mediterráneas.
Como el Gobierno tenía que hacer frente a la guerra carlista, ordenó también la movilización de 80.000 hombres de la reserva,
Y todo eso lo hacía con el ejército tradicional, con los mandos tradicionales. Salmerón lo dijo meses después: "yo no he querido nunca hacer un ejército republicano…, pero sí he querido y quiero que no decidan los militares de la marcha política del país, que no disponga el sable de la suerte de la República". Y esto lo decía D. Nicolás pocas horas antes de que el sable de uno de quienes él confirmó en el Poder, el sable de Pavía, asestase el golpe de muerte a la República. Y otro de "sus" sables, el de Martínez Campos, remataria la empresa un año más tarde.
Por cierto, que, en aquellos días de julio de 1873, ya estaba Martínez Campos en unión de Valmaseda y otros "chafarotes" conspirando contra la Republica.
Al finalizar el mes de julio, Pavía había dominado Sevilla y Cádiz. En los diez primeros días de agosto liquidó la resistencia cantonalista en el resto de Andalucía. Por lo contrario, Martínez Campos no pudo entrar Valencia, defendida por la mayoría de su población obrera dirigida por una Junta Revolucionaria, hasta el día 8 de agosto. A partir de este momento quedaba sólo el Cantón de Cartagena, plaza fuerte artillada por tierra y mar, que resistiría hasta enero de 1874.
De hecho, la República quedaba aislada de su base izquierdista y de su base obrera. Los republicanos estaban divididos. No es extraño que las fuerzas conservadoras aprobasen al gobierno de Salmerón. La Internacional, comprometida en el cisma, sufría también las consecuencias. En el informe de la Nueva Federación de Madrid al Consejo general de Londres se decía:
"En Valencia debía celebrarse el segundo domingo de agosto un congreso para definir, entre otras cosas, la posición que la Federación española de la Internacional había de adoptar ante los importantes acontecimientos políticos ocurridos en España desde el 11 de febrero, día de la proclamación de la Republica. Pero la descabellada insurrección cantonal, que fracasó tan lamentablemente y en la que participaron con entusiasmo los internacionalistas de casi todas las provincias sublevadas, no sólo paralizó las actividades del Consejo Federal, al diseminar a la mayoría de sus miembros, sino que desorganizó también casi por completo las Federaciones locales y, lo que es peor, condenó a sus componentes a todo el odio y a todas las persecuciones que lleva consigo un alzamiento popular que se inicia de un modo vergonzoso y fracasa."
Ya hemos visto lo que ocurrió a los "internacionales" mayoritarios de Alcoy. En Andalucía, participaron en los gobiernos cantonales de los federales intransigentes y con ellos fueron al fracaso.
Entre tanto, las potencias no habían reconocido al Gobierno de la República, pese a su limpio origen legal, "a estar investido de todas las legitimidades", como dijo incluso Ríos Rosas. En Francia, el gobierno versallés de Thiers no tenía ninguna simpatía por la República española. Esa simpatía la sentían hombres progresistas como Víctor Hugo o como Edgar Quinet, que dirigió una entusiasta carta de salutación a Figueras y Castelar. Conocidas son también las estrechas relaciones de este último con Gambetta. Pero las cancillerías exigían sin ambages el "restablecimiento del orden". Y el Gobierno se plegaba o cedía el paso a otros. Salmerón, en el discurso que pronunció al presentar la dimisión, el día 5 de septiembre, decía:
"La constitución de un gobierno con los elementos de izquierda, en nuestras relaciones exteriores sería la negativa por largo tiempo definitiva del reconocimiento de las naciones. Sólo la política de derecha puede conseguir ese reconocimiento…"
En resumen; la contradicción entre las ideas y la práctica condujo a salmerón a una crisis de conciencia. No queriendo aplicar la pena de muerte, presentó la dimisión. Pi y Margall pidió la aplicación de una política democrática, pero contra los 66 votos que reunió, una mayoría de 133 cotos encargó a Castelar la formación de un gobierno "enérgico". La República caminaba apresuradamente hacia su muerte.
Las Cortes suspendieron sus sesiones. Castelar se esforzó por dar vida a una República conservadora. Proseguía una política de alianza con los sectores liberales no republicanos, estimando que lo urgente era nombrar un presidente de la República con carácter permanente; la discusión de la Constitución debía aplazarse.
¡Viva la III República española y, Socialista!